Homilía Dominical XXVIII tiempo ordinario

Homilía Dominical XXVIII tiempo ordinario

Lectura del santo evangelio según san Mateo (22,1-14):

En aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la palabra y habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: «Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda.» Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: «La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda.» Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?» El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: «Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.» Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.»

Palabra del Señor

Homilía:

La Palabra de Dios de este domingo es una invitación a participar de la alegría que el Señor nos ofrece, una alegría que siempre permanece. Quien pone la fuente de su alegría en Dios vivirá su vida en una paz y serenidad constantes en medio de todas las circunstancias; sabrá encontrarle sabor a la vida incluso en las horas amargas de la existencia. Vivirá la misma experiencia que acabamos de escuchar del apóstol Pablo, que supo vivir bien en la pobreza y en la riqueza, en la abundancia y en la escasez, en el hambre y en la hartura; porque sabía bien en quien había puesto su confianza y pudo decir a boca llena: “todo lo puedo unido a Aquel que me da fuerza”.

Esta invitación de parte de Dios a vivir la alegría está presente desde las primeras páginas de la Biblia. Cuan grande e imperturbable será nuestra alegría cuando participemos en lo intimo de nuestro ser, del optimismo de Dios que cuando creó el universo dijo: “y vio que todo era bueno”. Creo que para avanzar en este camino de participar en la alegría que Dios nos ofrece, la primera acción que tenemos que hacer es suplicarle al Señor que haga realidad lo que escuchamos en la primera lectura: (1) que quite de nuestros ojos el velo que nos impide ver la verdadera realidad del mundo y de nuestra vida, que consiste en que la realidad y nuestra vida, tienen su origen, su sostenimiento y su meta en Dios; (2) que seque las lágrimas de nuestros ojos, que nos impiden ver otros horizontes, otras posibilidades y sobre todo las posibilidades de Dios en nosotros. Que una vez removido por Dios el velo que nos impide ver la presencia de Dios en el mundo y secadas por Dios las lágrimas que nos impiden visionar nuestro porvenir, podamos como dice el profeta Isaías: “alegrarnos y gozarnos con la salvación que Dios nos trae, porque su mano reposa sobre este monte, que es el mundo que Él mismo creó con el soplo de su boca y labró con la magia de sus manos. Dios sigue siendo el Buen Pastor que cuida de nosotros y está siempre presente en todas las circunstancias de nuestra vida no por nuestro grado de perfección sino porque Él ama cada una de sus criaturas y por lo mismo no faltará a ninguna la gracia de su benevolencia.

Desde los inicios de la humanidad Dios ha llamado permanentemente a los hombres a participar de la felicidad de su casa: a través de la creación, por medio de las mujeres y hombres que ha enviado como profetas, a través de las escrituras, pero parece que la mayoría no se animaba a entrar a la fiesta de Dios a través de estos medios. Aunque los hombres se habían negado a participar de la invitación de Dios a vivir la fiesta de su casa, con gran gentileza Dios nos convida de nuevo; esta vez para que conozcamos, aceptemos, escuchemos, sigamos a su Hijo y experimentemos la plenitud de vivir como hijos suyos. ¿Creemos que vivir como hijos de Dios como nos lo enseñó Cristo Jesús con su vida y su Palabra es el camino seguro para encontrar la felicidad en este mundo? ¿O nos dejaremos llevar en cambio de las voces de este mundo fascinante en que vivimos, que parece ofrecernos todo lo que nos hace falta y al final nos deja vacíos y con el alma seca para responder a los desafíos que nos toca enfrentar como humanos? ¿Nos encerraremos en nuestros propios asuntos, impediremos que Dios more en nuestras almas y se convierta en nuestra fuerza y en nuestra alegría? ¿Dejaremos que nuestras frustraciones que nos impiden vivir la alegría se conviertan en violencia que devora a los otros y finalmente nos devora a nosotros mismos? ¿O daremos el paso para poner nuestras frustraciones en las manos de Dios para experimentar que en la debilidad se manifiesta la fuerza de Dios, como sucedió en la cruz donde el Padre hizo florecer la vida? ¿Qué haremos cuando Dios monte en cólera y mande sus soldados para que nos conduzcan a su casa? ¿Nos dejaremos conducir aunque sea forzados a la casa de la alegría, seremos capaces de abandonarnos en las manos de Dios, ó reaccionaremos de mala manera y haremos que nuestra propia violencia, nuestra vergüenza, nuestros miedos y nuestras culpas se vuelvan contra nosotros y nos aplasten?

Queridos hermanos Dios ha dispuesto todo para que vivamos nuestra vida en la alegría de estar en su presencia, Dios nos ha encontrado en alguna parte del camino y le hemos hecho caso a su invitación. Hemos fijado nuestra mirada en Jesús que es para nosotros el camino, la verdad y la vida, en Él, en Jesús que disfrutó la alegría de la vida porque en cada cosa y en cada persona descubría el abrazo amoroso de Dios: en los lirios del valle que Dios viste de belleza única, en los pajarillos que no siembran ni almacenan pero Dios alimenta, en las semillas que brotaban, en la generosidad y confianza de la viuda pobre que echó en la urna del templo todo lo que tenía para vivir, en la amistad de Marta, María y Lázaro, en los pecadores que se arrepentían de su culpas, en los que alababan a Dios por haber experimentado su gracia. Fijamos nuestra mirada en Jesús que en vez de desfallecer ante la crueldad de quienes lo rechazaron puso toda la confianza en el Padre Celestial y así nos enseñó a no decaer en nuestro ánimo a causa las fatigas de la vida, porque sobre todos los que le hemos dicho sí al Señor pesa una promesa de bendición que se hace realidad incluso en medio de los más grandes sufrimientos y contradicciones.

Ya que hemos sido hallados en alguna parte del camino, hemos sido invitados por Dios a la fiesta de su casa, y hemos dado el paso para vivir en la alegría que Dios nos ofrece, revistámonos del vestido de las buenas obras, mejor aún mantengamos blanco el vestido que nos pusieron el día de nuestro bautismo, viviendo en este mundo del amor, en el amor, por el amor y para el amor que viene de Dios y nutre nuestra alma, y que revestidos de este amor seamos instrumentos del amor de Dios para aquellos que pasan hambre, carecen de techo, tienen de algún modo lastimada su dignidad, están enfermos, están presos; que también los muertos sientan la gracia de nuestro amor a través de nuestro respeto, memoria e intercesión por ellos, que nos preocupemos de compartir lo que sabemos con otras personas, que podamos ayudar a otros a que encuentren su camino, que seamos consuelo para los que han perdido la esperanza, que seamos un bálsamo de paz para los que pasan por cualquier tipo de duelo, que podamos siempre perdonar como Dios nos perdona, que seamos capaces de poner nuestros sufrimientos en las manos de Dios para que con su gracia los transforme en fuente de vida y de aquella alegría que viene de Dios y nada ni nadie puede perturbar. Que la Virgen María a quien la Palabra llama dichosa, vuelva a nosotros sus ojos maternales y podamos decir con ella “el poderoso ha hecho obras grandes en mi porque se fijó en mi pequeñez”.

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