Homilía completa Papa León XIV- Domingo 18 de mayo

Homilía completa Papa León XIV- Domingo 18 de mayo

Homilía íntegra pronunciada por el Papa León XIV en la Plaza San Pedro con motivo del inicio de su ministerio petrino. La homilía reflexiona sobre el reciente fallecimiento del Papa Francisco y el Conclave que llevó a la elección del nuevo Pontífice. León XIV expresa su humildad y temor ante la tarea encomendada, destacando que la misión del Obispo de Roma, sucesor de San Pedro, se fundamenta en el amor divino (agapao) y el servicio al rebaño. El discurso enfatiza la necesidad de una Iglesia unida, que sea signo de unidad y comunión para un mundo marcado por la discordia y la violencia. Se llama a ser fermento de fraternidad y a mostrar a Cristo como camino de amor y paz, invitando a la unidad no solo entre los católicos, sino también con otras confesiones cristianas, religiones y personas de buena voluntad, en un espíritu misionero que acoja la diversidad y construya un mundo nuevo.

Palabras Clave: Homilía, Papa León XIV, Ministerio Petrino, Iglesia, Unidad, Amor, Caridad, Conclave, Papa Francisco, San Pedro, Servicio, Fraternidad, Misión, Evangelio, Paz, Vaticano, Catolicismo.

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA EL INICIO DEL MINISTERIO PETRINO DEL OBISPO DE ROMA LEÓN XIV

HOMILÍA DEL SANTO PADRE LEÓN XIV

Plaza San Pedro

Domingo, 18 de mayo de 2025

Queridos hermanos Cardenales, hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, distinguidas Autoridades y Miembros del Cuerpo Diplomático.

¡Un saludo a los peregrinos venidos con ocasión del Jubileo de las Cofradías!

Hermanos y hermanas, los saludo a todos, con el corazón colmado de gratitud, al inicio del ministerio que me ha sido confiado. Escribía San Agustín: «Nos hiciste para ti, [Señor,] y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en ti» (Las Confesiones, 1, 1.1).

En estos últimos días, hemos vivido un tiempo particularmente intenso. La muerte del Papa Francisco ha llenado de tristeza nuestro corazón y, en esas horas difíciles, nos hemos sentido como aquellas multitudes de las que el Evangelio dice que estaban «como ovejas sin pastor» (Mt 9,36). Precisamente el día de Pascua recibimos su última bendición y, a la luz de la Resurrección, hemos afrontado este momento con la certeza de que el Señor nunca abandona a su pueblo, lo reúne cuando está disperso y «lo cuida como un pastor a su rebaño» (Jer 31,10).

En este espíritu de fe, el Colegio Cardenalicio se ha reunido para el Conclave; llegando de historias y caminos diversos, hemos puesto en las manos de Dios el deseo de elegir al nuevo sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, un pastor capaz de custodiar el rico patrimonio de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de mirar lejos, para ir al encuentro de las preguntas, las inquietudes y los desafíos de hoy. Acompañados por vuestra oración, hemos advertido la obra del Espíritu Santo, que ha sabido armonizar los diferentes instrumentos musicales, haciendo vibrar las cuerdas de nuestro corazón en una única melodía.

He sido elegido sin ningún mérito y, con temor y temblor, vengo a ustedes como un hermano que quiere hacerse siervo de su fe y de su alegría, caminando con ustedes por el camino del amor de Dios, que nos quiere a todos unidos en una única familia.

Amor y unidad: estas son las dos dimensiones de la misión confiada a Pedro por Jesús.

Nos lo narra el pasaje del Evangelio, que nos conduce al lago de Tiberíades, el mismo donde Jesús había iniciado la misión recibida del Padre: “pescar” a la humanidad para salvarla de las aguas del mal y de la muerte. Pasando por la orilla de aquel lago, había llamado a Pedro y a los otros primeros discípulos a ser como Él “pescadores de hombres”; y ahora, después de la resurrección, les corresponde a ellos llevar adelante esta misión, lanzar siempre y nuevamente la red para sumergir en las aguas del mundo la esperanza del Evangelio, navegar en el mar de la vida para que todos puedan reencontrarse en el abrazo de Dios.

¿Cómo puede Pedro llevar adelante esta tarea? El Evangelio nos dice que es posible solo porque ha experimentado en su propia vida el amor infinito e incondicional de Dios, incluso en la hora del fracaso y de la negación. Por eso, cuando es Jesús quien se dirige a Pedro, el Evangelio usa el verbo griego agapao, que se refiere al amor que Dios tiene por nosotros, a su ofrecerse sin reservas y sin cálculos, diferente del usado para la respuesta de Pedro, que en cambio describe el amor de amistad, que intercambiamos entre nosotros.

Cuando Jesús pregunta a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21,16), se refiere por tanto al amor del Padre. Es como si Jesús le dijera: solo si has conocido y experimentado este amor de Dios, que nunca falla, podrás pastorear a mis corderos; solo en el amor de Dios Padre podrás amar a tus hermanos con un “más”, es decir, ofreciendo la vida por tus hermanos.

A Pedro, por tanto, se le confía la tarea de “amar más” y de dar su vida por el rebaño. El ministerio de Pedro está marcado precisamente por este amor oblativo, porque la Iglesia de Roma preside en la caridad y su verdadera autoridad es la caridad de Cristo. No se trata nunca de capturar a otros con la opresión, con la propaganda religiosa o con los medios del poder, sino que se trata siempre y solo de amar como lo ha hecho Jesús.

Él – afirma el mismo Apóstol Pedro – «es la piedra, que ha sido desechada por ustedes, los constructores, y que se ha convertido en la piedra angular» (Hch 4,11). Y si la piedra es Cristo, Pedro debe pastorear el rebaño sin ceder nunca a la tentación de ser un caudillo solitario o un jefe puesto por encima de los demás, haciéndose dueño de las personas que le han sido confiadas (cfr 1 Pt 5,3); al contrario, a él se le pide que sirva la fe de los hermanos, caminando junto a ellos: todos, en efecto, somos constituidos «piedras vivas» (1 Pt 2,5), llamados con nuestro Bautismo a construir el edificio de Dios en la comunión fraterna, en la armonía del Espíritu, en la convivencia de las diversidades. Como afirma San Agustín: «La Iglesia consta de todos aquellos que están en concordia con los hermanos y que aman al prójimo» (Discurso 359, 9).

Este, hermanos y hermanas, querría que fuera nuestro primer gran deseo: una Iglesia unida, signo de unidad y de comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado.

En este tiempo nuestro, vemos aún demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo al diferente, por un paradigma económico que explota los recursos de la Tierra y margina a los más pobres. Y nosotros queremos ser, dentro de esta masa, un pequeño fermento de unidad, de comunión, de fraternidad. Queremos decirle al mundo, con humildad y con alegría: ¡miren a Cristo! ¡Acérquense a Él! ¡Acoged su Palabra que ilumina y consuela! ¡Escuchad su propuesta de amor para llegar a ser su única familia: en el único Cristo nosotros somos uno. Y este es el camino a seguir juntos, entre nosotros pero también con las Iglesias cristianas hermanas, con aquellos que recorren otros caminos religiosos, con quienes cultivan la inquietud de la búsqueda de Dios, con todas las mujeres y los hombres de buena voluntad, para construir un mundo nuevo en el que reine la paz.

Este es el espíritu misionero que debe animarnos, sin cerrarnos en nuestro pequeño grupo ni sentirnos superiores al mundo; estamos llamados a ofrecer a todos el amor de Dios, para que se realice esa unidad que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno y la cultura social y religiosa de cada pueblo.

Hermanos, hermanas, ¡esta es la hora del amor! La caridad de Dios que nos hace hermanos entre nosotros es el corazón del Evangelio y, con mi predecesor León XIII, hoy podemos preguntarnos: si este criterio «prevaleciera en el mundo, ¿no cesaría enseguida toda disensión y no volvería quizás la paz?» (Carta enc. Rerum novarum, 21).

Con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, construyamos una Iglesia fundada en el amor de Dios y signo de unidad, una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo, que anuncia la Palabra, que se deja inquietar por la historia, y que se convierte en fermento de concordia para la humanidad.

Juntos, como único pueblo, como hermanos todos, caminemos al encuentro de Dios y amémonos unos a otros.

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