BEATO GHEBRA MIGUEL 1791 – 1855 “Mártir de la caridad y la verdad”

NACIMIENTO, INFANCIA Y JUVENTUD
Ghebra Miguel, cuyo nombre significa «Esclavo de San Miguel», de origen etíope, nació en 1791, en Dibo, una aldea de la región de Godjam, situada al este del Nilo azul.

Sus padres tenían un rebaño, que él guardaba por la tarde. Eran muy religiosos, de la confesión monofisita (creencia sólo en una naturaleza de Cristo, humana o divina y no en ambas) y en ella lo educaron. El nombre de su padre era Ato Akilo, y el de su madre aún se desconoce.
Un accidente y luego una enfermedad le hizo perder un ojo, más no fue obstáculo para que entrara a la vida clerical en Góndar, donde se dedicó al estudio y aprendió, al lado de buenos maestros, el canto y la música etíope.

Desde niño fue inquieto; dicen que tenía un espíritu vivo, una inteligencia abierta, y eso le valió no contentarse con verdades a medias o quedarse satisfecho con lo que se admitía de buena fe sin buscar argumentos. Ya de joven acudía a las bibliotecas de los monasterios, buscando el conocimiento profundo de las verdades religiosas.

A los diecinueve años ingresó al monasterio de Mertule-Mariam, y tras seis años de noviciado recibió la túnica blanca religiosa y la solemne imposición del bonete blanco.

La vida de los monjes se pasaba en discusiones inútiles y simples disertaciones filosóficas, sin ahondar en cuestiones de más envergadura, como la verdadera fe sobre la identidad de Cristo, la Iglesia y la unidad religiosa de la nación. Entabló fuertes lazos de amistad con el sabio monje Aleka Velde Selassie y la inquietud de perfección y autenticidad en su vida religiosa, despertaron el interés de otros monjes y muchos acudían a escuchar sus conferencias. Entre estos oyentes se encontraba el futuro rey de Abisinia.

EN BUSCA DE LA VERDAD
Escribiendo Monseñor Justino de Jacobis, vicario apostólico de Abisinia, al P. Etienne, Superior general de la Congregación de la Misión, el 29 de Junio de 1858, rogándole tuviera a bien aceptar un retrato del mártir Ghebra Miguel, decía: “A este retrato… he añadido un epitafio en latín, en el que le llamo seminarista de la Misión. En realidad no era más que postulante; puesto que su tiempo de vocación no podía contarse más que desde el momento en que hubiera podido empezar su seminario interno. Ahora bien, en este preciso momento se encontraba ya en la cárcel. De todos modos ya pertenecía de corazón a la Congregación de la Misión”.

Había sido hecha la petición de admisión y se le había aceptado; únicamente circunstancias independientes de la voluntad retrasaron las formalidades ordinarias de la recepción. Siendo esto así ¿no puede llamarse a Guebra Miguel, por lo menos en un sentido amplio, sacerdote de la Misión?

Con tales disposiciones de espíritu, ninguna vida le cuadraba mejor que la monástica. Entró, pues, en un monasterio a la edad de veinticinco años, no tardando mucho en emitir los votos de pobreza y castidad.

Los bienes y los placeres del mundo tenían para él poco atractivo; una sola cosa le interesaba: la verdad. Cuanto más estudiaba, más negros nubarrones se aglomeraban en su espíritu.

La cismática Abisinia estaba por entonces dividida en tres sectas, que reconocían la autoridad del patriarca copto del Cairo: los Kevats, los Tseggalidjs y los Ueldé-Kebs. La divergencia de opiniones versaba principalmente sobre la unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la persona de Cristo. Las sutilezas y las argucias aducidas en las discusiones recordaban las controversias teológicas del Imperio Bizantino. Se acaloraban por meras palabras o fórmulas cuyo sentido no entendían perfectamente. Las sectas religiosas se confundían con los partidos políticos y las querellas sobre las ideas se trasformaban con frecuencia en luchas sobre los campos de batalla. Guebra Miguel, que pertenecía a la secta de los Kevats por tradición de familia, era demasiado inteligente para adherirse a la doctrina de una secta sin otro motivo que el del parentesco.

Habiendo buscado, en vano, Guebra Miguel, en Debré-Motsá un monje capaz de explicarle el directorio monástico, se dirigió a la Escuela de Gondar, que era la que gozaba por entonces en Abisinia de mayor celebridad, pues enseñaban allí dos sabios profesores, Halika Ueldé Sellasié y Azadj Lamién. Del primero aprendió el libro de los monjes, el cómputo eclesiástico, la Biblia y la astronomía; y, bajo la dirección del segundo, interpretó diversas obras.

La conclusión a que le condujeron sus estudios fue que la enseñanza de los libros no concordaba con la de los doctores de las tres escuelas. Estos mismos libros que él había leído y profundizado para saber a qué secta había de dar la preferencia, le demostraron que todos los cismáticos vivían en el error. ¿Qué hacer? Buscar todavía, preguntar, ir de monasterio en monasterio, pasar de Abisinia a Palestina, tan pronto como la ocasión se presentara, llegar hasta Jerusalén, donde las tradiciones sobre Cristo eran, a su juicio, más arraigadas y frescas que en cualquiera otra parte.

Guebra Miguel viajó mucho. Si, hallándole por los caminos, bastón en mano y las alforjas sobre los hombros, alguien le hubiera preguntado: ¿qué busca? Hubiera respondido: la verdad. La verdad: tal era, en efecto, su única preocupación.

La buscaba para sí mismo; la buscaba también para los otros; porque se sentía feliz en comunicar a los demás todo lo que sabía. Sentía en sí la vocación a la enseñanza. Donde principalmente se dedicó a enseñar fue en Gondar. Numerosos e ilustres alumnos acudieron a él, atraídos por su reputación, entre otros el hijo del emperador Teklé GQrghis, quien más tarde llegó a ser el emperador Johannes. Se le reputó entre los más famosos maestros de Abisinia; y aún algunos llegaban a decir que sobrepujaba a todos. Era apodado “el hombre de los cuatro ojos” queriendo decir con esto que nada le pasaba por alto.
Pronto circunstancias providenciales iban a unir a Guebra Miguel con el Padre Justino de Jacobis, sacerdote de la Misión, que, en su residencia de Adua trabajaba en implantar el catolicismo en esta tierra de Abisinia de la que las devastaciones de la herejía habían conseguido arrancarlo de raíz.

VIAJE AL CAIRO, A ROMA Y A JERUSALÉN
La muerte del Abuna Kyrillos había dejado a la Iglesia de Etiopía sin jefe. Era costumbre, antes de nombrar al nuevo Obispo, establecer un impuesto especial, llamado cuota tasa del rescate del Abuna. Cada fiel daba anualmente cuatro o cinco dineros, lo que se iba haciendo hasta que la suma era juzgada suficiente para satisfacer la avaricia del patriarca copto del Cairo, quien disfrutaba del derecho de nombrar al nuevo Obispo.

Para ello se formaba una delegación compuesta de treinta diputados, escogidos de entre los personajes más eminentes, en las tres provincias del imperio, y puestos bajo la dirección de un príncipe de sangre real. Estos embajadores se dirigían al Cairo, acompañados de monjes, de secretarios y de criados, para presentar su súplica al patriarca y ofrecerle sus presentes para que la acogiera con agrado.

Cuando la suma de los impuestos alcanzó diez mil talarís, fue juzgada suficiente. Apta Salassia, pariente del rey de Choa y primer ministro del rey Ubié, fue puesto a la cabeza de la delegación, de la cual formaba también parte Guebra Miguel. Ubié, buscando un guía para dirigir, y, si fuese necesario, proteger a sus embajadores, puso los ojos en el P. de Jacobis.

Después de algunos titubeos, el misionero aceptó, pero con dos condiciones: que se asegurara la libertad del culto católico en todo el país y que sus compañeros de viaje pudieran ir a Roma, una vez terminada su misión. Si bien no se forjaba ilusiones acerca de las dificultades que se le esperaban por parte de unos hombres llenos de prejuicios contra la Iglesia Romana, no obstante, confiaba que poco a poco la vista de las realidades, en la Ciudad Eterna sobre todo, disiparía sus absurdos prejuicios.

El 21 de Enero de 1841, cerca de Adua, se puso en contacto por primera vez el P. de Jacobis con los embajadores, prestos a partir para el Cairo. Lo que tuvo que sufrir a causa de la grosería, desconfianza y odio de los diputados excedió sus previsiones, pero tanta virtud acabó por convencer los corazones. En Suez a donde llegaron después de dos semanas de navegación, los dos tercios de los diputados prometían al misionero seguirle hasta Roma. Después de otros cinco días de marcha al través de las arenas del desierto, expuestos a los ataques de los Beduinos, contra los que debieron una noche hacer uso de sus armas, llegaron, por fin, al término de su largo viaje.

El P. de Jacobis no deseaba otra cosa; pero en sus planes Roma era antes que Jerusalén. Veinte y tres diputados consintieron acompañarle. Pertenecían a este número Apta Salassiá y Guebra Miguel. Abandonaron, pues, el Cairo a mediados de Junio y se embarcaron en el puerto de Alejandría. “El viaje a Roma, escribía el P. de Jacobis, cambiará las ideas de mis pobres Abisinios; para ellos será el mejor curso de teología; el Señor, que tanto ha hecho por nosotros, continuará protegiéndonos”.

No se engañaba. Hasta entonces, los viajeros habían creído que Abisinia era muy superior a los países occidentales, tanto por la belleza de monumentos como por la pureza de su fe y la piedad de los fieles. ¡Cuál no fue su asombro ante los magníficos edificios, sagrados y profanos, que hermoseaban la ciudad de Roma, ante las maravillas artísticas de que estaba repleta, ante las muchedumbres que se apiñaban en los templos y la pompa de las ceremonias que se ejecutaban con toda majestad, entre torrentes de armonía que arrojaban por las tribunas, los órganos y los coros!

Justino y sus acompañantes viajaron a Roma y llegaron allí el 12 de agosto de 1841 Regía los destinos de la Iglesia romana el Papa Gregorio XVI, el cual recibió en audiencia a los Abisinios cinco días después, el 17 de Agosto. “Se habían dispuesto tres escabeles, escribe un biógrafo de Mons. de Jacobis, al pie del trono del Papa, sobre los que debían colocarse el príncipe Apta Salassiá, el monje Guebra Miguel y un sacerdote, jacobita, Abba Resedebra, jefe de una iglesia y señor de un país, quien con los dos primeros había sido encargado especialmente por Ubié de presentar, de parte suya, a Su Santidad la carta que le había escrito. Estos tres personajes fueron introducidos los primeros y a solas. Después de prosternarse ante él y besar su sandalia, Gregorio XVI les hizo la señal de sentarse. Pronto se entabló la conversación con un tono de sencillez conmovedora y con el más cordial abandono; el P. de Jacobis y el cardenal Mezzofante, presente a la entrevista, desempeñaban a su vez el oficio de intérpretes. Al cabo de algunos minutos, el Padre Santo dio orden de hacer entrar a todos los miembros de la embajada, siéndole presentados todos; a todos se les permitió besar el pie, desde los más distinguidos sacerdotes y monjes hasta el último de los criados. La carta del dedjaz fue entonces entregada al Papa, quien con su propia mano rompió el triple sello y la hizo leer en alta voz por uno de los diputados. Este hacía una pausa después de cada frase para dar a uno de los dos in-térpretes el tiempo necesario para traducirla. Acabada la lectura, los principales delegados se aproximaron al trono y excusándose de que, a causa de su pobreza, no pudieran ofrecer al Padre Santo presentes de más valor, depositaron a sus pies incienso y aromas de Etiopía con algunos de los más raros pájaros de su país”.

La benévola acogida del Soberano Pontífice, la magnificencia desplegada en su recepción, impresionaron vivamente a los Abisinios (especialmente a Ghebra Miguel), los cuales nunca habían presenciado cosa semejante. “Volved aquí antes que os vayáis, les dijo Gregorio XVI, pues quiero daros mi adiós de despedida”.
Durante el viaje a Roma, Guebra convivió con el padre Justino de Jacobis, quedando impresionado por su coherencia entre fe y vida, por su rectitud, su inteligencia, su desinterés personal, su sencillez y su fidelidad a la Iglesia de Roma.

Volvieron el 29 de Agosto y fueron introducidos en el salón del Trono, donde el Papa, rodeado de prelados y oficiales de la Corte pontificia, les leyó la carta que dirigía al rey Ubié, los bendijo uno por uno, les distribuyó medallas de oro o de plata, según su dignidad, y les entregó presentes para el rey.

Al día siguiente, el principé Apta Salassiá, Guebra Miguel y sus compañeros recibían la última bendición del Vicario de Jesucristo en la plaza del Pueblo, al instante de salir de la ciudad para dirigirse a Loreto. Los prejuicios que habían alimentado hasta entonces contra la Iglesia romana se iban disipando al contacto de la realidad. Un día, durante la misa del Soberano Pontífice, Guebra Miguel y Amarié Kenfú, su íntimo amigo, se decían uno a otro viendo la devoción de los fieles a la sagrada Eucaristía: “Ya ves la fe viva de los hijos del Papa León, objeto de nuestra execración”.

Si ambos no se convirtieron en Roma, no estuvieron muy lejos de hacerlo. En tres monjes jóvenes el efecto de la gracia fue más completo. Renunciaron a sus errores y entraron en el seminario de la Propaganda, del que salieron más tarde, revestidos del carácter sacerdotal, para ir a llevar la antorcha de la fe a sus compatriotas.

El P. de Jacobis deseó ver de nuevo a Nápoles, cuna de su vocación religiosa; sus compañeros de viaje le siguieron dos veces a esta ciudad, en la que pasaron varias semanas.
Por fin, fue necesario partir, y los Abisinios se embarcaron para Alejandría el 5 de Octubre de 1841. En las cercanías de Jaffa, uno de ellos, Amarié Kenfú cayó gravemente enfermo. El temor de la muerte o quizá todavía más el pensamiento de su eterna sal¬vación turbaba su alma; el tiempo urgía; era preciso determinarse. Perplejo, consultó a Guebra Miguel. “Haz lo que mejor te parezca”, le respondió éste. El enfermo abjuró, comulgó piadosamente y hubiera recibido los últimos sacramentos a no haber recuperado las fuerzas. Perseveró y fue en el estado laico uno de los auxiliares más abnegados del P. de Jacobis en la obra de la evangelización de Abisinia.

Los grandes consuelos que los embajadores etiópicos habían hallado en Roma no les habían hecho perder de vista el viaje proyectado a los lugares en que Jesucristo pasó su vida terrestre. En Jerusalén, su primera visita fue para el Santo Sepulcro. Sus lá-grimas se mezclaron con sus alegrías al considerar los sufrimientos y muerte del divino Crucificado.

Belén no les pasó por alto; el 28 de Noviembre ya se encontraban allí. “Yo me dirigía, escribía el P. de Jacobis, escoltado de mis compañeros de viaje al altar consagrado al Verbo Encarnado. En medio de las lágrimas de todos los asistentes y en particular de los Abisinios empecé, continué y acabé el santo sacrificio de la Misa. Aún no había terminado, cuando un niño, hijo de una cristiana que estaba en oración al pie del altar, rompió a llorar. Estos vagidos conmovieron visiblemente todos los corazones, en los que se despertó al momento el recuerdo de aquellos divinos vagidos que rompieron nuestras cadenas. Si no se llora en semejantes circunstancias ¿cuándo y por qué causa se habrá de llorar?”.

La noticia del viaje de los veintitrés Abisinios a Roma ya había corrido por Palestina; era comentada en los monasterios y en otras partes desde su salida de Alejandría. Como ordinariamente sucede los hechos habían sido falsificados. Había quien pretendía que los peregrinos habían renunciado a su religión para unirse a los católicos, seguir los mismos dogmas y obedecer a los mismos jefes.

En Gaza, habiéndose permitido el cura de la iglesia griega cismática hacer alusión al viaje de Roma mientras conversaba con los delegados, éstos le despidieron echándolo a la calle.

De paso por el Cairo, creyeron que debían hacer una visita de cumplimiento al patriarca copto. Éste había ordenado al Abuna Salamá, con amenaza de entredicho, que enseñara que El Hijo es unción. Puesto que se presentaba buena ocasión de discutir con él este punto de doctrina, Guebra Miguel no la dejó escapar. Demostró con algunos textos que la tal doctrina estaba en pugna con los Sagrados Libros. «Y sin embargo, replicó el patriarca, es lo que enseñan todas las Iglesias orientales, tanto las de Levante como las armenias, las griegas y hasta los Protestantes creen lo mismo. Por lo demás si quieres cerciorarte de lo dicho, fácil te es informarte mientras permaneces en esta ciudad”.

Ghebra Miguel no se hizo rogar. Visitó varios personajes de religión diferente, se informó de sus doctrinas y comprobó que el patriarca había alterado la verdad. De vuelta, le puso al corriente del resultado de sus indagaciones: “He visto Armenios, Griegos y Protestantes, y todos creen como yo, que Jesucristo en cuanto hombre, es ungido por el Espíritu Santo y, por consiguiente, no es su propia unción.

Exactamente, respondió el patriarca, yo mismo pienso de la misma manera. Si he prescrito enseñar entre vosotros que el Hijo es unción, fue por una carta venida de vuestro país cuando fue nombrado el predecesor de Salamá. Esa carta firmada por tres compatriotas tuyos, hela aquí, y dice así: En vista de que hay nueve partidos, si V. manda, bajo pena de entredicho, confesar que el Hijo es unción, todos volverán a la unidad. Es, pues, para restablecer la unidad de doctrina, entre vosotros, que he prescrito al Abuna difunto y a su sucesor enseñar semejante cosa.

“Usted mismo confiesa, pues, que es una doctrina falsa. Dice que busca la unión de los partidos. Pues es en la verdad y no en el error donde hay que buscarla».
A causa de estas instancias, el patriarca escribió al Abuna Salama una carta en la que se afirmaba que Jesucristo es ungido por el Espíritu Santo. El sabio monje aceptó llevarla él mismo ya que ninguno de los delegados se atrevió a encargarse de esta comisión.

Después de las inolvidables jornadas de Roma, el espectáculo lamentable de todo un patriarca mintiendo descaradamente en presencia de unos hombres que venían de lejos para consultarle y ordenando enseñar lo que él mismo no creía, acabó por desconcertar a los Abisinios, hasta la fecha tan tenaces en su fe. Los viajeros no estaban lejos del reino de Dios. Algún tiempo después escribían dos franceses desde el Cairo: “El viaje del P. de Jacobis produce ya sus frutos. Los Abisinios que le han acompañado son católicos convencidos…. Profesan hacia el Padre Santo la mayor veneración y pretenden que vieron en él algo sobrehumano. Antes, pensaban los Abisinios que no había verdaderos cristianos más que en Abisinia; pero los que ahora han visto Roma han abandonado completamente su error. El Alaca Aptesellassi nos dice al despedirnos: el sol brilla en vuestro país, pero Abisinia duerme aún en las tinieblas; esperemos en Dios”.

HACIA LA VERDAD.
El 23 de Abril, tras una ausencia de quince meses llegaban a Massaua los peregrinos de Roma y de Jerusalén. La noticia de su llegada se propagó rápidamente por Abisinia. Tampoco se ignoraba que Ghebra traía una carta del patriarca. Algunos sacerdotes de la secta de Ueld-Kebh que temían la comunicación de este documento contrario a su doctrina, se reunieron en consejo y resolvieron matarlo. Guebra Miguel, avisado del complot maquinado contra él, abandonó a sus compañeros en el país de Eghela, y fue a encerrarse en el monasterio de Debré-Betsúh-Amlak. Los monjes le dispensaron buena acogida. Pero cuando en cierta discusión, le oyeron declarar, que Jesucristo es sacerdote en su humanidad, y no de naturaleza, se levantaron para apalearle.

Ghebra Miguel huyó precipitadamente. Pasó la estación de las lluvias en Hamassién, y después de allí, a través del Tigré, se dirigió a Adua, donde re¬sidía el P. de Jacobis, que le recibió afectuosa¬mente y le permitió tomar en su casa algunos días de descanso. Allí convive con Justino, quedando impresionado por su bondad y amabilidad, por su coherencia entre fe y vida, por su rectitud, su inteligencia, su desinterés personal, su sencillez y su fidelidad a la Iglesia de Roma.

Las discusiones teológicas y sus estudios le llevaron a descubrir que ninguno de los bandos (monofisismos) en que estaban divididos los monjes abisinios tenía la razón, pues estaban en oposición al Evangelio, que asegura que la persona de Jesucristo, sin dejar la naturaleza divina, asumió la naturaleza humana: “El Verbo se hizo carne”. Contrariado y decepcionado fue a buscar al P. De Jacobis, que tan buena impresión le había causado durante su viaje. Este estaba en el monasterio de Gunde-Gunde, siendo recibido, cuando llegó con muestras de gran cariño.

El amor y la búsqueda de la verdad en Ghebra Miguel caminaron al unísono con el amor y la búsqueda de la verdadera Iglesia de Jesucristo. Rodeado de silencio, permaneció a la escucha y fue así como su actitud interior le posibilitó reconocer la Verdad. Cuando comprendió con toda claridad que el catolicismo era el resultado natural y el complemento legítimo de la doctrina cristiana vigente en la antigua Iglesia de los orígenes, decidió convertirse y entrar a la Iglesia Católica.

Una vez llegado a Góndar, su intención era entregar al Abuna ante una asamblea de sacerdotes la carta del patriarca, esperando por este medio reunir en una misma fe al pueblo de Etiopía. La unidad: tal era la preocupación constante de su espíritu. Si la hubiera podido llevar a término, quizá no hubiera salido jamás del cisma. Dios que se complacía en hacer fracasar sus proyectos, lo dirigía, sin darse él cuenta, hacia la Iglesia Romana, en cuyo seno había de encontrar su espíritu la paz y la luz.

El viaje de Adua a Góndar estuvo a punto de serle fatal. Los partidarios de Ueld-Kebhs espiaban sus idas y venidas, dispuestos a todo con tal de impedirle llevar a cabo su misión para con el Abuna. Uno de sus emisarios le salió al encuentro, viajó con él y logró mezclar veneno en su comida. Felizmente el monje pudo tomar a tiempo un antídoto enérgico que le salvó de la muerte.

Llegado a Góndar, puso al corriente de sus proyectos a algunos amigos. Si los unos asintieron, otros en cambio intentaron disuadirle. El Abuna estaba lleno de perfidia, e inclinado al rencor, a la cólera y a la venganza. Si la carta del Patriarca no fuera de su agrado, como era de suponer, ¿quién le impediría guardar sobre ella el más absoluto silencio, o no hacer el menor caso? Guebra Miguel pensó que remitiéndosela públicamente ante una numerosa asamblea de sacerdotes, esta circunstancia le obligaría a dar, durante la se¬sión, comunicación del documento.

Las cosas sin embargo, no sucedieron según sus cálculos. El día que el Abuna recibió la carta de manos del monje, mientras presidía una reunión de su clero, tomó el papel como si se tratara de una cosa indiferente, y se lo metió en el bolsillo, sin dignarse siquiera leer el contenido.

Ghebra Miguel quedó estupefacto ante tanta osadía. “Puesto que desprecia la autoridad de su padre el patriarca, exclamó, está usted suspendido de sus órdenes sagradas”. “Por mi muerte, replicó furioso el Abuna, abofeteadle y echadle las cadenas”.

La orden fue ejecutada al momento. Felizmente, el cruel perseguidor acababa de enterarse el mismo día de que el prisionero estaba en la gracia del empe¬rador Atsié Johannes y de la emperatriz. Temiendo acarrear sobre sí su cólera, condolió la pena dictada contra él, contentándose con una sentencia de exco¬munión, que juzgó a propósito Ultimársela él mismo. Lo hizo venir y le dijo con tono enfadado: “Márcha¬te lejos de mí; estás excomulgado; no tengas más relaciones con tus amigos”. — “¿No he dicho a usted ya, respondió Guebra Miguel, que desde hoy no tiene ningún poder? ¿Cómo, pues, podrá excomulgarme?”

El sabio monje se retiró al lado del emperador Atsié Johannes, pasó en su compañía la estación de las lluvias, después, desengañado, desanimado, no viendo en su religión más que contradicción en el dogma, perfidia en las personas, privado de todo medio de realizar el plan de su vida, fue a acogerse al P. de Jacobis, y este gran doctor, lumbrera de la Iglesia de Etiopía, se hizo discípulo del sacerdote católico.

La gracia obró en su corazón; la luz penetró en su alma. La verdad que buscaba hacía tanto tiempo estaba presente ante él; al fin podía decir: ¡la encontré!
No obstante, un escrúpulo le retenía todavía: había prometido en otro tiempo a Ueldé Sellassié con juramento no abrazar ninguna nueva doctrina sin su consentimiento. Repugnaba a su conciencia violar su promesa. Fuese pues a consultar a su amigo, quien le dijo: “Si quieres, dirígete al sacerdote Jacobis, pero no te aventures y ríndete únicamente ante la evidencia”.

Guebra Miguel obedeció, y en setiembre de 1843, después de cinco meses de reflexión, en un ambiente fraternal, de estudios y oración, profundizó en los fundamentos de la fe católica e hizo su profesión de fe en presencia del P. Justino de Jacobis, quien le esperaba impacientemente, diciéndole estas palabras: “Me rindo, recíbame”. En febrero de 1844, el P. Justino lo recibió en la pequeña comunidad de católicos de aquella misión, y de esta manera fue acogido en el humilde redil de Cristo, atestiguando sin lugar a duda que la conciencia abierta inevitablemente le condujo a dicha situación. Desde aquel preciso instante su existencia quedó indisolublemente ligada a Justino de Jacobis, como padre previsor y seguro guía espiritual, y a su lado aprendió el espíritu misionero vicentino.

La noticia de esta conversión produjo profunda impresión en los núcleos cismáticos de Abisinia. Algunos se dijeron que, puesto que Guebra Miguel había abrazado la religión católica, esta religión tenía que ser verdadera, y siguieron su ejemplo; otros, como Ueldé Sellassié le felicitaron, aunque excusándose de no poder imitarle. El Abuna Salamá no pudo contener su cólera y esperó pacientemente la hora de la venganza.

VIDA DE ENSEÑANZA Y DE APOSTOLADO
El recién convertido no se apartó casi nunca más del lado del P. de Jacobis; le acompañó desde Adua a Entidjá, desde Entidjá a Guala y desde Guala al pueblo de Alitiena.
En Guala, en junio de 1845, Justino fundó el Colegio de la Inmaculada Concepción que servía de seminario y de escuela para los jóvenes de la zona. Este centro era también casa de oración y de estudios. A Ghebra Miguel le fue confiada la tarea de enseñar a los seminaristas, tarea por la que sentía muy fuerte inclinación: “El Señor le llenó del espíritu de Dios para tener sabiduría, inteligencia y ciencia en toda clase de actividades, para concebir proyectos y llevarlos a cabo (…) y para realizar toda clase de trabajos ingeniosos. Le puso en el corazón el don de la docencia (…)” (Ex 35,31-34). Las palabras de buen auspicio del Apóstol Pablo a su predilecto discípulo Timoteo se pueden sin duda aplicar a Ghebra como si éstas vinieran del corazón mismo de Justino: “Vela por ti mismo y por tu enseñanza; sé perseverante: obrando así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen” 1 Tm 4,16). La Verdad, luz de la mente, pide al corazón seguirla y así llega a ser una fuerza secreta; de esta manera la conquista fatigosa de la Verdad se traduce en práctica coherente de la Caridad. Ghebra Miguel comprendió que el hombre no se siente satisfecho sólo con los conocimientos, pues necesita amar, es decir, comunicarse positivamente y proponer cuanto conoce: por este camino se torna sabio, logrando una síntesis vital entre la verdad y la virtud y contribuyendo de esta manera a la renovación real de la sociedad en la que uno vive.

Además de la enseñanza, Ghebra se dedicaba a escribir libros para los alumnos, traduciendo a la lengua ghees el catecismo, la teología dogmática y la moral; defendiendo la fe católica con la palabra y con la pluma; y enseñando a los misioneros europeos las costumbres y tradiciones abisinias.
Empleaba la mayor parte del día en formar e instruir al reducido grupo de seminaristas que el jefe de la Misión había reunido a su alrededor.

Una carta de este último a París nos da a conocer el programa de los estudios y demás ejercicios cotidianos. “Por lo que toca a la parte religiosa de la educación, dice él, nos hemos propuesto no seguir otro método más que el de S. Vicente. Nuestros alumnos se formarían así poquito a poco con todos los ejercicios de piedad que están en uso en la Compañía, como son: las meditaciones sobre las verdades y máximas del Evangelio, la lectura espiritual, las conferencias, las repeticiones de oración. Los exámenes particulares y generales, aun la misma comunicación interior y el capítulo de los viernes. Todas estas santas prácticas, acompañadas de la frecuente recepción de los sacramentos, me parecen a propósito para alimentar la fe sencilla y ferviente de nuestros neófitos.

En cuanto a la parte científica, como se reconoce generalmente, el espíritu del Abisinio es capaz de cultivar todas las ramas de la ciencia, y así procuraríamos enseñar a nuestros discípulos los elementos de las materias principales que se suelen enseñar en Europa, tales como la geografía, la historia sagrada y profana, las matemáticas, la física con algunas nociones de geología, la anatomía y la botánica, la lógica, la metafísica y, en fin, para los que tuvieran vocación al estado eclesiástico, la teología. Siendo la lengua ghees la lengua sagrada y sabia de Abisinia, veríamos de adoptarla en nuestra enseñanza; se haría estudiar además a nuestros alumnos algunas de las lenguas más extendidas en Europa.

Mientras que Ghebra Miguel empleaba toda su vida en provecho de sus seminaristas, un penoso incidente vino a probar su virtud.

El procurador de la casa, Ueldé Gabriel, tenía en el ejercicio de su oficio un cuidado algo exagerado de ahorrar; quería la pobreza y las privaciones para sí y para los otros. Por no tener que pagar criados, los suprimía. Y como ciertos trabajos manuales tales como el cuidado de la casa, el de la limpieza y el de la cocina, eran indispensables, los seminaristas cargaban siempre con todo ello; tenían que ir a buscar el agua a la fuente y la leña a la montaña. Naturalmente el tiempo empleado en estos menesteres tenían que quitarlo a sus estudios.

Ghebra Miguel sufría por ello y los discípulos se quejaban. El descontento degeneraba en mal espíritu. La crisis llegó a su estado agudo durante una ausencia del P. de Jacobis, quien había ido a Massaua, llamado por Mons. Massaia, vicario apostólico de los Galias, para conferirle la consagración episcopal (7 de Enero de 1849). Tomó aquélla tales proporciones, que, bajo la influencia de Ueldé Kyrillos, sacerdote de la casa, ordenado en Roma después de haber hecho sus estudios en el Seminario de la Propaganda, el procurador fue arrojado a la cárcel.

Avisado Mons. de Jacobis acudió precipitadamente y gracias a él todo volvió a la normalidad. Todos reconocieron su culpa; se pidieron perdón mutua¬mente de rodillas, se abrazaron: y cada uno procuró olvidar tan desagradable incidente.

Desgraciadamente Ghebra Miguel había puesto toda su confianza en Ueldé Kyrillos. Los desórdenes de que acababa de ser teatro la residencia de Alitiena, quedaban, a pesar suyo, siempre presentes en su memoria. Cierto disgusto se había apoderado de él; ya no se sentía tan aficionado a la casa como antes. Ueldé Kyrillos agravaba con sus murmuraciones esta inquietud interior, que podía fácilmente abrir la puerta a la tentación.

Ghebra Miguel suplicó a Mons. de Jacobis le dejara ir a Góndar, donde en compañía de los misioneros que se hallaban allí, trabajaría en la conversión de sus antiguos amigos y sobre todo en la conversión de su antiguo discípulo el emperador Johannes. Se proponía pasar después a los Galias para reunirse con Mons. Massaia.

Mons. de Jacobis le suplicó en vano que se quedara con él. Ghebra Miguel partió, llevando consigo varios católicos del Amhara. Ueldé Kyrillos se marchó también, pero con otras intenciones. Se juntó con el Abuna Salamá, apostató, denunció la salida de aquel de quien, la víspera anterior, se decía amigo íntimo y se esforzó en recobrarlo para entregarlo en manos del obispo etiópico.

Ghebra Miguel y sus compañeros, descubiertos al entrar en la villa de Adua, fueron detenidos, encerrados y esposados con cadenas en los calabozos del Abulia por espacio de setenta días.

El rey Ubié ignoraba lo sucedido, aunque se pretendió obrar en su nombre. Una vez informado de los hechos, dio orden de poner en libertad a los prisioneros. El calabozo y la apostasía del miserable Ueldé Kyrillos habían abierto los ojos a Ghebra. Tomó, pues, la dirección de Alitiena. Al acercarse al pueblo, Mons. de Jacobis salió a su encuentro, acompañado de sacerdotes y de un nutrido grupo de católicos. Se arrojaron a sus plantas, besaron las señales de sus cadenas y dieron gracias al Señor por haberle hallado digno de sufrir por Jesucristo. Enseguida el cortejo se puso en marcha, cantando cánticos, en dirección a la residencia de los misioneros.

Ghebra reanudó su vida de oración y estudio; volvió a la enseñanza y a la controversia.

Algún tiempo después, Mons. de Jacobis juzgó oportuno el momento de elevarle a la dignidad sacerdotal. La ordenación tuvo lugar el día 01 de enero de 1851, a los cincuenta y nueve años de edad y siete de profesar la fe católica, en la pequeña y pobre iglesia de Alitiena, en secreto y sin solemnidad. Era el primer sacerdote ordenado por el nuevo vicario apostólico.

Justino decía de él: “Ghebra Miguel es un genio abisinio, perspicaz, recto, activo, ejemplar, que ha buscado siempre en el estudio más severo, el conocimiento de la verdadera fe. ¿Quién más digno que él de las Ordenes Sagradas? Me juzgo, pues, dichoso de haber promovido como el primero su elevación a la dignidad sacerdotal”.
A partir de su ordenación, el P. Ghebra Miguel tomó la decisión de amar a Dios sobre todas las cosas y de seguirlo sin reserva, asumiendo por lo mismo la responsabilidad misionera de su fe y entregándose al ministerio apostólico, sin dejar de preguntarse de continuo sobre el misterio de la salvación; además de esto reconoció que el dogma era imprescindible, rechazando con decisión la reducción de la fe cristiana a un simple sentimiento religioso. Comprendió la extensión de los deberes que el título de ministro de Dios le imponía. La difusión de la fe y la santificación de las almas constituyeron de allí en adelante sus más vivas y hondas preocupaciones. Continuó dando a los jóve-nes clérigos sus lecciones de teología, de ciencias y de literatura, y recibía como antes a los fieles que venían a exponerle sus dudas o que deseaban completar su instrucción religiosa.

Tomó parte muy activa en la preparación de las obras editadas por la Misión. Publicó para sus seminaristas una gramática y un diccionario en ghees; ayudó al P. Biancheri, misionero, a componer un compendio de teología dogmática, y a Mons. de Jacobis a traducir en ghees la teología moral del P. Gury. Escribió, además, con este último, un catecismo en los tres dialectos abisinios: ghees, amhárico y tigré.

El Abuna Salama veía con inquietud la actividad de los misioneros católicos. La noticia de la consagración episcopal de Mons. de Jacobis y la de la ordenación sacerdotal de Ghebra le exasperó violentamente. Con sus intrigas, logró asegurarse el apoyo de un ministro de Ubié, persuadiéndole que, si exterminaba a los católicos, pastores y fieles, inmolaba sus rebaños, destruía sus iglesias y saqueaba sus propiedades, Dios le reservaría un puesto distinguido en el cielo.
Al terminar el año 1851, este ministro marchó hacia Alitiena con alguna gente de tropa, ocupando el pueblo sin resistencia. Saqueó las casas de los católicos, arrastró a la herejía a algunos neófitos y encerró en los calabozos del Abuna a los sacerdotes y a los fieles que pudo detener. Mons. de Jacobis, el P. Ghebra y la mayor parte de los cristianos habían tenido tiempo de escapar.

El vicario apostólico fue a pedir justicia al rey Ubié, al que el Abuna había enviado con anticipación algunos emisarios para que destruyeran el efecto de sus diligencias. El rey no se dejó sorprender. Reprendió a su ministro, ordenó la libertad de todos los presos, la restitución de todo lo robado y terminó su edicto con estas palabras: “Aun cuando toda Abisinia participara de los sentimientos del Abuna Salama, como él lo pretende, entiendo que ninguno de mis súbditos se mezcle, desde hoy en adelante en querellas religiosas. Puede el Abuna, si así se lo sugiere su fantasía, hacer guerra a los católicos, formar batallones de monjes y lanzarlos contra ellos. Por lo que a mí toca, jamás seré su esclavo; jamás desenvainaré mi espada contra el sacerdote Jacobis, ni contra nadie que no ose atacarme. Que los católicos prediquen, enseñen y conviertan a quienes y donde les parezca bien; cuantos menos musulmanes dejen en mi reino, mayor placer me proporcionarán”.
El triunfo de Mons. de Jacobis era completo. El Abuna Salama no se atrevió a respirar durante algún tiempo.

Cuando los alumnos del seminario terminaron sus estudios, Ghebra Miguel para aprovechar el tiempo, pensó en el bien que podía hacer en Góndar ganando a la fe católica al rey Johannes, su antiguo discípulo y amigo. Semejante ejemplo, pensaba, arrastraría a la Corte, a las escuelas y aun quizá a toda la provincia del Amhara.

El vicario apostólico le dejó partir. La enseñanza del sabio profesor y su raro talento de controversista produjeron sus frutos. Se vio “manifestarse un gran movimiento hacia el catolicismo en todas las clases del país, incluso entre los más fanáticos cis-máticos”.

PRISIÓN Y MARTIRIO
Los años 1852 y 1853 transcurrieron con relativa tranquilidad. Salama, humillado, esperaba, para vengarse, una ocasión que no se presentaba todavía.

En 1854, Mons. de Jacobis se trasladaba a Góndar para conferir órdenes sagradas. Su presencia reavivó el odio contra el catolicismo. Se había propuesto ir a visitar el reino de Choa. Obligado a no moverse del mismo lugar para precaver las emboscadas que infaliblemente le hubieran tendido durante el viaje, esperó pacientemente días mejores. Estos días no vinieron. El Abuna, redoblando su actividad, logró desencadenar una violenta persecución.

Los éxitos militares de un aventurero, que de simple soldado debía elevarse hasta el puesto de gobernador del Amhara, para sentarse luego sobre el trono imperial con el nombre de Theodoro II, facilitaron sus proyectos. Kassá, nombre del futuro emperador, soñaba en hacer a Abisinia nación grande y una; una por la unidad de mando y de fe. Este plan sonreía al Abulta, porque ya se veía jefe supremo y único de la religión.

Una vez en posesión del formulario, Kassá publicó su edicto de unión. “Si alguien, decía él, no cree que Jesucristo es Dios en su humanidad y que en cuanto hombre no tiene la misma ciencia que el Espíritu Santo, irguiéndome le cortaré el cuello y abajándome le cortaré el pie”.

El clero, la nobleza, el ejército y el pueblo, reunidos en Góndar, el 15 de Julio de 1854, ante el palacio imperial, juraron observar fielmente la nueva profesión de fe. Sólo los católicos de la ciudad y de los arrabales rehusaron traicionar su conciencia. Ghebra Miguel, los dos hermanos Tecla Haymanot, ambos sacerdotes, abba Tesfá y abba Seclá, ambos religiosos, estaban presentes en la asamblea. A Mons. de Jacobis, que les había inducido, algunos días antes, a alejarse y a ocultarse para evitar la persecución, respondieron: “No, Padre, nosotros no te abandonaremos; llegada es la hora de padecer por Jesucristo; hemos de confesar la fe católica, esta fe tan calumniada y ultrajada en nuestra desgraciada patria, si es preciso, a costa de nuestra libertad y de nuestra propia vida. Se podrá ver bien, por la fortaleza que sabrá dar a unos hombres de sí mismos tan débiles, que en ella y sólo en ella reside la virtud del Todopoderoso. Padre, no te abandonaremos”.

En efecto, se vio que les animaba la virtud del Todopoderoso.

“Habiéndoseles intimado la recitación del nuevo Credo, llegado su turno respectivo, después de todos los demás, escribe Mons. de Jacobis, no han respondido a tan sacrílegas instancias más que con una triple confesión de su inviolable fidelidad a la fe católica, apostólica y romana”.

Estos intrépidos cristianos pudieron retirarse tranquilamente; pero aún no había terminado el día cuando una cuadrilla de soldados invadía la residencia de Mons. de Jacobis, conduciéndolo a la cárcel civil y arrastrando a sus cinco compañeros a los calabozos del Abuna.

Ghebra Miguel tenía que temerlo todo del odio de aquél. “Apenas entró en la cárcel, escribe Mons. de Jacobis, cuando los satélites del Abuna le golpearon a puñetazos y bastonazos rudamente y por largo tiempo. El pecho le quedó casi destrozado siendo alcanzados hasta los pulmones; y siguiéndose de ello fuerte hemorragia. En fin, fue tan maltratado que desde el día siguiente empezó a correr por toda la ciudad la noticia de su muerte”.

Al castigar de este modo a Ghebra Miguel, no perseguía el Abuna otro fin más que arrastrarle a la apostasía. A los malos tratos sucedieron las promesas, las amenazas y la astucia. Hacia el sexto día, vino un emisario a anunciar a los detenidos que Mons. de Jacobis había pedido reconciliarse con Salama. “¿De qué os sirve, pues, continuar obstinados en vuestra fe? añadió. Imitadle, reconciliaos con vuestro obispo”.
Los heroicos confesores de la fe no se dejaron seducir por palabras tan falaces. “Tal era, respondió sencillamente Ghebra Miguel, el lenguaje de los perseguidores para con los mártires”.

Como gran número de cismáticos no había podido asistir a la Asamblea del 15 de Julio, Kassá quiso se reuniera otra para permitir que se adhirieran solemnemente al último Credo de la Iglesia cismática. Allí fueron conducidos los cinco presos, encorvados bajo el peso de sus pesadas cadenas. Lo mismo que la vez primera, se confesaron católicos y repudiaron todo otro dogma que no fuera dogma de la Iglesia Católica.

Disgustó su firmeza. Para castigarlos fueron sometidos a la terrible pena del ghend, el día décimo tercero de su encarcelación.

Esta especie de tortura recordaba la tanga china, con la diferencia que en vez de sujetar el cuello y las espaldas del paciente, sólo inmovilizaba las dos piernas, juntándolas tan estrechamente una con otra que la pobre víctima tenía que permanecer echada sobre la espalda, en contacto con el suelo húmedo y plagado de toda clase de insectos. “Figúrese, escribía Mons. de Jacobis a su Superior general, figúrese una gran pieza de madera de la más pesada, de olivo por ejemplo, ofreciendo en el medio una abertura oval suficientemente grande para dejar pasar a la vez las dos piernas apretadas, fijándolas enseguida por medio de una clavija de madera también, la cual, descendiendo por una abertura practicada en cada lado, es introducida con fuerza entre las dos piernas, acabando ella de aprisionar tan estrechamente, que para poner en libertad al paciente es necesario serrarlo todo por el medio”.

El ghend encerraba las pantorrillas desde el empeine del pie hasta la rodilla y sus asperezas interiores penetraban en la carne como espinas. La necesidad de permanecer echado sobre la espalda causaba a los cautivos atroces tormentos. Después de una semana, poco más o menos, uno de ellos dio con el medio de sentarse y levantarse. Hizo participantes de su invento a sus compañeros, que siguieron su ejemplo. Vestidos únicamente con unos calzoncillos, el frío les martirizaba, la lluvia, que iba penetrando en la cárcel, hacía su lecho fangoso y repugnante.

Los presos no tenían que esperar ningún consuelo de parte de sus carceleros. Mons. de Jacobis confesaba que los suyos eran verdaderos corderos en comparación de esta “especie de leopardos, de la mismísima raza de los que rugían alrededor del glorioso mártir San Ignacio de Antioquía”.
La alimentación no era abundante; a veces hasta era totalmente suprimida. “Padre mío, dijo cierto día un joven sacerdote que compartía la cárcel de Ghebra Miguel.

— Habla, hijo mío, que te escucho, respondió el anciano. — Padre mío, he aquí que no se nos da ya ni pan ni agua, nada absolutamente; y he oído decir que un ayuno semejante basta para matar al hombre en tres días. Con todo, este tiempo ha debido transcurrir ya. — Hijo mío, en este obscuro recinto no se distingue, como ves, la noche del día; ¿cómo, pues, los contarás? De todos modos sé que con un ayuno como el nuestro se puede llegar a cumplir la octava sin haber exhalado el último suspiro. — De todos modos, Padre mío, no podemos estar muy lejos de aquel hermoso día en que nos será dado ver a Jesús cara a cara y saciarnos de su bienaventurada presencia”. Y Ghebra Miguel como arrobado en éxtasis por estas últimas palabras, añadió: “¡Ven ya, oh buen Jesús, oh pan de vida y luz eterna, ven ya, oh Jesús!”.

El prolongado ayuno que acababa de sufrir había dejado agotado al santo anciano. “Cierto día, aunque sentado en el suelo, cayó de cabeza sobre las tablas desunidas que tomaban el piso del calabozo. Su cabeza y parte de su cuerpo pasaron por una de las aberturas siendo detenido por una gran viga travesera. En la imposibilidad de reponerse por sí mismo, tuvo que esperar a que volviese el carcelero quien se presentó veinticuatro horas después de la caída.

Mons. de Jacobis no tenía que sufrir tanto. Un criado abnegado le traía de fuera la comida. Por medio de él pudo comunicarse con los otros presos. “Esta correspondencia, escribe él mismo, rica en tantos y tan bellos rasgos, semejantes a los que ilustraron el glorioso período de los mártires de los primeros siglos, formaría seguramente, si se publicara, una de las más bellas páginas de la historia eclesiástica contemporánea”.
Tres cartitas solamente nos son conocidas: las tres, como es de suponer de Ghebra Miguel. Leyéndolas no puede uno menos de hacerse suyas las palabras de Mons. de Jacobis.

En la primera de ellas los prisioneros comparten la pena de su vicario apostólico. Desconsolado por la apostasía de varios fieles. “Un saludo a nuestro padre Justino de parte de sus hijos arrancados por la misericordia de Dios a las tinieblas del cisma y de la apostasía. Crezca en él y en nosotros el amor de María, Madre de Jesús. ¡Amén! Nos hemos consolado a nosotros mismos en vista del saludo enviado por nuestro padre espiritual. Mas, ¡ay! ¡Cuánto nos compadecemos de su angustia presente, sabiendo todo lo que el dolor del alma sobrepuja al del cuerpo! ¿Qué son, en efecto, las groseras cadenas de la materia en comparación de las sutiles ataduras del espíritu? Nuestra prueba es nada en comparación de la vuestra. Esta crucifixión del corazón es la que ha coronado a la Madre de Jesús como a Reina de los mártires. ¡Ah! también nuestro principal tormento es la vergonzosa caída de nuestros hermanos, tanto, que nos impide sentir el del leño empotrado en nuestros pies”.

¡Sentimientos admirables! Pero he aquí otra cosa no menos hermosa. Kassá acaba de llegar a Gondar; los prisioneros se han enterado de ello, y se llenan de alegría porque es el preludio de nuevos tormentos y aún, quizá, de la misma muerte. Estos tormentos son deseados vivamente, y sólo sienten que no lleguen tan pronto como desean. “Gracias a la divina bondad, escriben, todo va muy bien por aquí. Hoy, al fin, vamos a beber el cáliz del divino Maestro, nos decimos unos a otros llenos de alegría. Sin duda nuestros pecados nos han hecho indignos de ello. Rogad, padre, rogad mientras se acerca el combate para que la fe triunfe gloriosamente. Por de pronto, tranquilizaos, no necesitamos más que vuestras oraciones. Cuando la desgracia se cierne de improviso, se aflige uno; pero cuando el sufrir es una dicha ¿será posible afligirse? ¡Sea lo que Dios quiera! ¡Amén!”.

El 2 de Agosto, fiesta de San Alfonso de Ligorio, Mons. de Jacobis, había tenido la delicada atención de enviar a los confesores de la fe un poco de hidro¬mel para que se permitieran el lujo de añadir un pequeño extraordinario a su comida. Recibió de ellos esta respuesta: “De parte de vuestros hijos, firmes en la fidelidad debida a su Dios, no por sus propias fuerzas, sino por la todopoderosa asistencia de María, concebida sin pecado, gracias, muchas gracias por la pequeña dulzura con que San Ligorio, nuestro amadísimo patrón, nos ha alegrado hoy por mano de nuestro padre. El cielo os lo pague al ciento por uno. En verdad que las trazas de la sabiduría divina son tales que escapan a todo cálculo. Del océano amargo y salado se desprende la fecundidad de las lluvias; y de nuestra cautividad en medio de nuestros enemigos, de las tinieblas del calabozo, surge e irradia la esplendente luz de la fe. Con tal predicador, elocuente por su silencio, podemos también hablar; sentados noche y día sobre la piedra del calabozo, predicamos sin palabras; nuestra boca permanece muda, pero nuestras piernas magulladas gritan alto: Creed en la Iglesia Católica ¡sermón in¬comparable! ¡Ah! Rogad, padre, rogad sin cesar para que podamos mantenerla a su divina altura hasta el fin”.

Los prisioneros comparecieron ante sus jueces, el 23 de Agosto, por cuarta vez. “Renunciad al papismo y conseguiréis la libertad, repetían los perseguidores”. “Si no hay bastante con nuestras piernas, respondían los acusados, tomad también nuestra cabeza. Todo por nuestra fe, todo queremos dárselo”.

Algunos días después Ghebra Miguel era sacado del ghend. El estado de sus piernas, desmesuradamente hinchadas, hacía esta medida necesaria. La canga abisinia fue reemplazada por las cadenas. Los meses de Septiembre, Octubre, Noviembre y gran parte de Diciembre transcurrieron, sin incidentes notables, en la oración, el sufrimiento y las privaciones.

El 20 de Diciembre de 1854, el día antes de ir al campamento de Kassá para celebrar allí con el rey las fiestas de Navidad, el Abuna Salama escribió al monarca: “Hoy someteré al suplicio del giraf a los malditos pervertidos por los Franceses que tengo aquí en mi poder; apresúrate a hacer levantar el patíbulo para este detestable viejo corruptor que te envío”.

El obispo, en efecto, hizo comparecer ante él, a los cinco confesores de la fe. Las injurias, las amenazas y los golpes nada pudieron contra su constancia. Aunque conducido por dos veces ante el terrible juez, Ghebra no fue golpeado; su estado de desfallecimiento conmovió a los que rodeaban al obispo pidiendo gracia para él.
Al abandonar a Góndar, Salamá no se separó de su presa. Ghebra, precisado a arrastrarse en pos de él, invirtió dos días en franquear la distancia que le separaba del campamento, cuando media jornada era suficiente a los demás. Sus guardias azuzaban con gritos e injurias su marcha vacilante y le empujaban brutamente. Aquí caía, allí se levantaba, o bien se paraba agotado por la fatiga.

El 07 de Enero, al día siguiente de la Epifanía, día en que el rey daba audiencia pública, Salama le presentó a Ghebra Miguel. “He aquí al gran perturbador del Imperio, le dijo; a causa de él hay otros cuatro que también están obstinados; por eso te lo traigo. – ¿Entonces tú no quieres someterte a mis leyes? interrumpió Kassá, fijando los ojos en el prisionero. Sin duda tu obstinación proviene del temor de perder el dinero de los romanos. Abandona tus creencias y acepta las mías; yo te daré dinero, un mulo y una dignidad. — Señor mío, respondió el mártir, yo no quiero ni tu fe ni tus bienes”.

Humillado por encontrar una resistencia para él inesperada, el rey dio orden a uno de los suyos de guardarlo y echarle a los pies una gruesa cadena.
El mes siguiente, Kassá, después de una victoria decisiva sobre su rival Ibie, era consagrado emperador de Etiopía, con el nombre de Theodoro II. Para robustecer su autoridad, decidió que el 14 de Marzo el pueblo conquistado se presentara ante él para prestar juramento de adhesión a la religión del imperio.
La ceremonia fue grandiosa. Theodoro tenía puesto su trono en medio de los dignatarios de su Corte, en presencia de una abigarrada multitud de soldados y paisanos. Ghebra fue de nuevo convocado. Invitado a admitir el edicto de unión, respondió: “Oh rey, jamás creeré, jamás proclamaré que Cristo tenga la naturaleza divina sin la naturaleza humana”.

Estas palabras le valieron la condenación a la pena capital. No obstante, la sentencia no fue ejecutada; tal vez se esperaba vencer su obstinación con nuevos tormentos. Dos soldados, provistos de esos látigos terribles de largos crines, que se llaman en el país giraf, o colas de jirafa, le hirieron en la cara. Ciento cincuenta golpes se sucedieron sin interrupción. Los verdugos cesaron cuando le vieron caer desmayado en tierra. Theodoro los excitó: “Vengan los grandes látigos de los boyeros de Abisinia, exclamó, y den todos sobre su único ojo hasta que reviente Que los más robustos peguen en las partes más delicadas, mientras que los primeros descansan”.

Entonces fue imposible contar el número de verdugos y más aún el de los golpes. Mientras tanto el mártir repetía en voz alta: “Yo creo que en Jesucristo hay dos naturalezas en una sola persona; esta es la doctrina de San León Papa y del Concilio de Calcedonia”.

Cuando, después de dos horas de flagelación espantosa, los brazos cansados cesaron de golpear, Guebra Miguel se levantó sin el menor esfuerzo, con gran admiración de los asistentes, y empezó a caminar sostenido por fuerza sobrehumana. Su cuerpo no conservaba ninguna huella de los golpes y su ojo resplandecía, afirman los testigos, “con una luz maravillosa”.

El pueblo, convencido de que escapaba a la muerte por milagro, recordó la leyenda nacional de san Jorge, quien, según se decía, había perdido siete veces la vida por la religión y otras tantas la había recuperado. El nombre de este gran santo le quedó. Llegó a ser objeto de supersticiosa veneración. Le fueron presentadas ofrendas como eran presentadas sobre los altares a los santos; recibió cereales, panes, flores. El Abisinio especialmente encargado de custodiarlo, le atestiguaba los mayores miramientos y se encomendaba a sus oraciones.

El ejército de Theodoro reanudó su marcha, el 16 de Marzo, para dirigirse hacia el sur. Ghebra Miguel seguía lentamente, con las cadenas a los pies, a través de caminos intransitables. Cuando el ejército hizo alto en las llanuras de Babá, dos meses y medio después, su cansancio era extremo.

Theodoro recibió, en este lugar la visita de Plawden, enviado extraordinario de la reina de Inglaterra. Para demostrar a este representante de una gran nación su magnificencia y su poder, reunió, según costumbre de los monarcas de Etiopia, a los dignatarios del imperio y delante de ellos en presencia también de los soldados y de gran número de paisanos de los alrededores, celebró solemnes audiencias judiciales. “¿Quién va a ser juzgado?”, se preguntaban unos a otros con cu¬riosidad. Y a una orden de Theodoro se hizo comparecer a un anciano descarnado andando paso vacilante. Era Ghebra Miguel.

“Todos vosotros, gritó el emperador, príncipes, obispo, y cheghié, todos vosotros dignatarios del Estado, doctores de la ley, sois testigos: yo he reducido todo a mi autoridad; mi pueblo se ha sometido a mi ley y a mis creencias. Sólo este monje me ha resistido; sólo él rehúsa todavía obedecer al poder supremo que Dios me ha dado”.
Al instante la voz del anciano se dejó oír: “Yo no reconozco más juez de mi fe que Jesucristo y su representante visible el Soberano Pontífice de Roma. — ¡Cómo! replicó el tirano, ¿tú no me reconoces por juez? — Tú lo puedes todo sobre el cuerpo, lo reconozco, respondió el mártir; pero ningún poder tienes sobre las almas. No tienes derecho para imponerme tus creencias. Tú eres una plaga, calamidad pública y el Abuna un demonio”.

Theodoro rugió de cólera. “Todos vosotros, príncipes y doctores, exclamó, acabáis de oír el insulto grosero lanzado contra mi persona”.
Luego, dirigiéndose hacia el acusado, al mismo tiempo que señalaba con el dedo a Plawden: “Y a este extranjero venido de ultramar ¿tampoco lo reconocerás por árbitro? — ¡Oh! respondió Ghebra Miguel, ¿cómo un anglicano podría juz¬gar a un católico romano, él que insulta a la Virgen María y no observa las leyes del ayuno? Tú mismo vales más que él. — ¡Cállate!, interrumpió el emperador, tus palabras son blasfemias. Doctores, jueces, pronunciad la sentencia, ¿qué pena merece este hombre?”.

Todos unánimemente declararon que merecía la muerte. Plawden pidió gracia y varios grandes juntaron su voz a la de aquél. Theodoro se dejó doblegar. “Por Plawden, dijo, consiento en que vivas aún; pero tendrás cadena perpetua”.

El mártir no escapaba a la muerte aquel día, último del mes de Mayo, sino para sucumbir bajo el peso de los sufrimientos y de las fatigas que se le iban a imponer. Continuó siguiendo a los soldados en sus marchas. Después de algunas semanas se paró, incapaz de continuar más lejos. Su pobre cuerpo enflaquecido tenía el aspecto de un esqueleto. A pesar de la orden de obligarle a caminar a pie o de dejarle morir en el camino, sus guardias, por compasión, le procuraron una cabalgadura; y como no tenía fuerza ni para mantenerse a caballo, lo hubieron de atar para que no cayera.

La comarca que atravesaban, incendiada por los habitantes dados a la fuga, dificultaba el avituallamiento de las tropas. Los víveres faltaron, y al hambre siguió el cólera. Guebra Miguel fue atacado de esta enfermedad. “La bondad divina, escribe Mons. de Jacobis, parece haber querido confirmar el sobrenombre de Keddons Ghiorghis, que le habían impuesto los soldados; porque fue el día en que el calendario abisinio conmemora la fiesta de este antiguo Mártir, cuando llamó a sí a su servidor, mientras se encontraba en plena marcha llevando sus cadenas por la gloria de Jesucristo. Las tropas imperiales habían trasladado su campamento a Thieretchia-Ghebabá, en la frontera del país de Ualló, donde Theodoro perseguía a Sadik Danka, jefe de las tribus gallas de esta provincia. Era la última etapa del mártir. Arrimado a la sombra de un peñasco, durante el descanso de una parada, el fiel servidor sintió que su hora estaba próxima. La notificó a sus compañeros y a los soldados que habían acudido a la primera noticia de su agonía. Como inspirado por espíritu profético, predijo las calamidades que iban a caer sobre Theodoro y sobre el imperio”.

El día 13 de Julio de 1855 fue cuando el bienaventurado mártir dejó esta tierra miserable para recibir la hermosa recompensa debida a la firmeza de su fe.
Los soldados conmovidos por las virtudes del heroico sacerdote, le lloraron amargamente. Después de haber roto sus cadenas, sepultaron su cuerpo con respeto cerca de la casa de un Galia, bajo un enebro.

Dios le glorificó con diversos milagros. “De su tumba, cuenta un cismático, ha brotado una fuente, en la que, varios enfermos se han lavado y han recobrado su salud. En aquel país dicha tumba es preciosa y las gentes la guardan para que nadie la toque”.

El perseguidor recibió, poco después, el castigo de su crimen. El ejército de Theodoro diezmado por el hambre y las enfermedades, retrocedió ante las tropas del rey de los Gallas, después, atacado por Negussié, nieto del rey Ubié, sufrió sangrientas derrotas. El Tigré reconquistó su independencia y los misioneros, libres por algún tiempo de las trabas que les impedían predicar el Evangelio, levantaron las ruinas, edificaron iglesias establecieron cristiandades y tuvieron el consuelo de comprobar una vez más cuán verdadera esa máxima conocida: “La sangre de los mártires es semilla de cristianos”.

Su beatificación fue el 3 de Octubre de 1926 por el Papa Pío XI. Su fiesta litúrgica se celebra el 30 de Agosto.

ACTUALIDAD Y ENSEÑANZA
¿Qué podemos aprender del beato Ghebra Miguel?
– La constancia en la búsqueda del al verdad y la fidelidad a toda prueba.
– El encuentro de Ghebra con la verdadera fe en Jesucristo rompió las cadenas del error, del sometimiento a los que se erigen en poderosos manipuladores de las mentes y voluntades de los hombres.
– Ser buscadores de la verdad donde quiera que se encuentre perfecciona al ser humano y empuja el progreso en todos los ámbitos de la realidad humana.
– Vivir en la verdad hoy como discípulos de San Vicente, es esforzarnos por descubrir primero cuál es esa verdad hoy, y después hacer el sacrificio de dejar la vida trillada, por la que han caminado antes muchos, y tener la grandeza de ser siempre los primeros en abrir nuevos surcos para la nueva evangelización para los nuevos pobres de nuestra sociedad.
– Para vivir la fidelidad a nuestra vocación vicentina debemos ser inventores de formas nuevas de llevar la verdad de Jesucristo a los pobres.
– El beato Ghebra Miguel buscó la verdad en la perfección de la vida monástica, buscó la verdadera fe, buscó la verdadera Iglesia y la encontró, se enamoró de ella y por ella dio su vida.

BIBLIOGRAFÍA
– LUCATELLO, Enrico y BETTA, Luigi C.M., Justino de Jacobis. Editorial CEME. Santa Marta de Tormes – Salamanca.
– Santoral de la Familia Vicentina. Ediciones Familia Vicentina. México, D.F., pp. 433-458.
– http://somos.vicencianos.org. Beato Ghebra Miguel, confesor de la fe.
– http://somos.vicencianos.org. Ghebra Miguel, mártir abisinio. Parte 1, parte 2 y parte 3. Autor: Pedro Coste. Año de publicación original: 1927.

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