Día 1 de Febrero
BEATAS MARÍA ANA VAILLOT Y ODILA BAUMGARTEN
Memoria

Hijas de la Caridad del Hospital San Juan, de Angers, fueron ejecutadas durante la Revolución Francesa, el 1 de febrero de 1794, junto con muchos otros mártires.

María Ana Vaillot, nació en Fontainebleau, el 13 de mayo de 1736 y entró en la Compañía de la Hijas de la Caridad, el 25 de septiembre de 1761.

Odila Baumgarten, nació en Gondrexange, Lorena, el 15 de noviembre de 1750 y entró en la Compañía de la Hijas de la Caridad, el 4 de agosto de 1775.

Fueron beatificadas por Juan Pablo II, junto con otros 97 mártires, el día 19 de febrero de 1984.

Del común de Mártires o Vírgenes.

OFICIO DE LECTURA.

SEGUNDA LECTURA
De la homilía pronunciada por el Papa Juan Pablo II
durante el rito de beatificación.

(AAS, 66 (1984), pp. 558-563)

Nada nos podrá separar del amor de Dios

“¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (Rom. 8, 35). Era la pregunta que se planteaba el Apóstol Pablo en su carta a los Romanos. Entonces tenía presentes los sufrimientos y persecuciones de la primera generación de discípulos, testigos de Cristo. Y la Iglesia de hoy, junto con los mártires de los siglos XVIII y XIX, también se pregunta: “¿Quién nos podrá separar del amor de Cristo?”.

San Pablo responde la pregunta de inmediato y con seguridad: “Nada nos podrá separar del amor de Dios, manifestado en Jesucristo Nuestro Señor”.
Nada, ni la muerte, ni las fuerzas misteriosas del mundo, ni el futuro, ni criatura alguna (cfr. Rom. 8, 38-39).

Puesto que Dios entregó al mundo su Hijo único, y este Hijo dio la vida por nosotros, semejante amor nunca se desmentirá. Es más fuerte que todo. Dios acoge en la vida eterna a los que le han amado hasta el punto de entregar su vida por Él. Los regímenes persecutorios pasan; permanece, en cambio la gloria de los mártires. “En todo esto salimos vencedores gracias a Aquel que nos amó”. (Rom. 8, 37).

Es la victoria que han conseguido los mártires elevados hoy a la gloria de los altares por la beatificación.
Se trata, en primer lugar, de los numerosos mártires que, en la diócesis de Angers, durante la Revolución Francesa, aceptaron la muerte porque, como dijo Guillermo Repin, quisieron “conservar su fe y su religión” con firme adhesión a la Iglesia católica y romana; sacerdotes que se negaron a prestar un juramento que consideraban cismático, y que no quisieron abandonar su cargo pastoral; laicos que permanecieron fieles a estos sacerdotes, a la misa celebrada por ellos y a las manifestaciones de culto a María y a los santos. Sin duda, en un contexto de fuertes tensiones ideológicas, políticas y militares, se pudo hacer pesar sobre ellos la sospecha de infidelidad a la patria.

En las actas de las sentencias, en efecto, se les acusa de compromiso con las “fuerzas anti-revolucionarias”. Así ocurre en casi todas las persecuciones de ayer y de hoy. Pero, por lo que se refiere a los hombres y mujeres, cuyos nombres hoy recordamos, lo que realmente vivieron, lo que respondieron en los interrogatorios de los tribunales, no dejan la menor duda acerca de su determinación de permanecer fieles –aun a costa de la vida– a la exigencias de su fe; ni sobre el motivo supremo de su condena: el odio a esa fe que sus jueces despreciaban como “devoción insostenible” y como “fanatismo”.

Nos admiran sus respuestas decididas, tranquilas, breves, francas, humildes, que nada tienen de provocativo, al mismo tiempo que son tajantes y firmes en la esencia: fidelidad a la Iglesia. Así hablan los sacerdotes, todos guillotinados, como su venerable decano, Guillermo Repin, las religiosas que se negaban incluso a dejar creer que habían prestado juramento, los cuatro laicos. Así hablan las ochenta mujeres a las que no se puede acusar de rebelión armada. Algunas ya habían manifestado de antemano su deseo de morir por el nombre de Jesús, antes que renunciar a su religión.

Cristianos auténticos, dan así mismo testimonio negándose a odiar a sus verdugos, ofreciendo perdón, deseando la paz para todos: “no he hecho sino pedir a Dios por la paz y unión de todos” (María Cassin). En fin, sus últimos momentos manifiestan la profundidad de su fe. Algunos cantan himnos y salmos hasta llegar al lugar del suplicio; “piden algunos minutos para ofrecer a Dios, el sacrificio de su vida, y lo hacen con tanto fervor, que hasta sus mismos verdugos quedan admirados”.

Sor María Ana, Hija de la Caridad, anima así a su hermana: “tendremos la dicha de ver a Dios y de poseerlo por toda la eternidad…, y seremos poseídas por Él, sin temor de ser separadas de Él”. Sí, las palabras del Apóstol Pablo se cumplen aquí plenamente: “Somos los grandes vencedores, gracias a Aquel que nos ha amado”.

Estos mártires nos invitan así mismo a pensar en la multitud de creyentes que también hoy sufren persecución por todo el mundo, de manera encubierta, punzante, pero igualmente grave, porque conlleva la falta de libertad religiosa, la discriminación, la imposibilidad de defenderse, el confinamiento, la muerte civil. Sus pruebas tienen mucho en común con las de estos bienaventurados.

Por fin, debemos pedir para nosotros mismos la valentía de la fe, la fidelidad total a Jesucristo y a su Iglesia, en tiempos de prueba, como en la vida cotidiana. Nuestro mundo, frecuencia indiferente o ignorante, aguarda de los seguidores de Cristo un testimonio sin equívocos, que equivale a afirmar, como lo hicieron los mártires que hoy celebramos: Jesucristo vive, la oración y la Eucaristía nos son esenciales para vivir sus vidas y la devoción a María nos mantiene como discípulos suyos; nuestra adhesión a la Iglesia forma una unidad con nuestra fe; la unida fraterna es el signo por excelencia de los cristianos; la verdadera justicia, la pureza, el amor, el perdón y la paz son frutos de Espíritu de Jesús; el ardor misionero forma parte de este testimonio; no podemos esconder nuestra lámpara encendida.

La beatificación de hoy tiene lugar en el corazón del Año Jubilar de la Redención. Estos Mártires ilustran la gracia de la redención que ellos mismos recibieron. ¡Gloria sea dada a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo! “Te alabamos. Oh Dios… De Ti da testimonio el ejército glorioso de los mártires”.

¡Alabado sea Dios que reaviva así el empuje de nuestra fe, de nuestra acción de gracias, de nuestra vida! Hoy se inscriben, con la sangre de nuestros bienaventurados, las palabras inspiradas del Apóstol Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? Ni la vida, ni la muerte…, ni lo presente, ni lo futuro…, ni criatura alguna podrá separarnos del amor a Dios manifestado en Jesucristo, Nuestro Señor!”.

RESPONSORIO S. Cipriano, carta 58

R/ Dios nos contempla, Cristo y sus ángeles nos miran, mientras luchamos por la fe. *Qué dignidad tan grande, qué felicidad tan plena es luchar bajo la mirada de Dios y ser coronados por Cristo.

V/ Revistámonos de fuerza y preparémonos para la lucha con un espíritu indoblegable, con una fe sincera, con una total entrega. *Qué dignidad.

O bien:

De las Conferencias Espirituales de San Vicente de Paúl.

Conferencia a las Hijas de la Caridad: sobre el amor a la
vocación (IX, 415-420)

El que da la vida por Dios es mártir

Hermanas mías, doy gracias a Dios por todo lo que acabo de oír: los motivos que les incitan a amar cada día más su vocación, los impedimentos que pueden sobrevenir y entibiar ese amor, y los medios que les pueden ayudar a aumentarlo cada vez más.

A todas estas razones, que de suyo bastan, voy a añadir una, hijas mías, que es la santidad de su vocación; porque no ha sido instituida por los hombres, sino que es de institución divina. San Agustín nos da una señal para conocer si una obra buena viene de Dios. Las obras buenas cuyo autor no se puede encontrar, dice ese gran doctor, provienen indudablemente de Dios.

Pues bien, nadie duda de que esta obra sea buena en sí misma, ya que es de tal categoría que no hay nada más grande en toda la Iglesia de Dios; yo no veo ninguna otra cosa más excelsa para las jóvenes. Estar continuamente al servicio del prójimo, ¡Dios mío! ¡Qué maravilla! Y colaborar con Dios en la salvación de las almas, que procuran conseguir administrándoles los remedios, ¿hay algo más importante?
La segunda razón, como se ha dicho, es que Dios las ha sacado, por una gracia espacialísima, de los sitios en que estaban para traerlas aquí, y es una gracia tan grande y tan señalada que nunca seríamos capaces de comprenderla. David, lleno de gratitud y de sentimiento decía: “Dios me ha sacado de la casa de mi Padre para traerme aquí”.

Hijas mías, ha sido la bondad de Dios la que las ha traído, porque, díganme, ¿han ido a buscarlas otras hermanas? Quizás las hayan visto alguna vez; pero ¿las han urgido a que vengan con ellas? Ni mucho menos. ¿Han insistido otras personas? Muy poco; quizás les hayan dicho que existía esto; pero fue preciso que Dios les tocase el corazón y les diese el deseo y los ánimos de venir. ¿Qué es lo que les ha hecho dejar su casa, sus padres, sus bienes y sus pretensiones a los gozos y placeres del mundo? Fue preciso, hijas mías, que hiciera todo esto un poder divino. Los hombres no podían hacerlo, la naturaleza siente repugnancia y todo se opone a ello. Por tanto, es preciso que sea Dios, de forma, hijas mías, que este es un motivo muy importante y cuyo recuerdo puede y debe superar todos los obstáculos que podrían oponerse al amor de su vocación.

Pero ¡ay! ¡me voy enfriando, ya no siento aquel primer fervor y me acobardo fácilmente! ¡Ya no pienso en que Dios me ha traído, en que Dios me daba tanta alegría y tanto consuelo! Mis queridas hermanas, tengan mucho cuidado con esto, y si sienten que se han enfriado sus primeros fervores, procuren reanimarse con la consideración de estas razones.

Veamos ahora la tercera razón o el tercer motivo que nos incita a progresar en el amor a su vocación, que es su excelencia y su grandeza. Pues es de tal categoría, mis queridas hermanas, que no sé que haya otra mayor en toda la Iglesia. Hagan profesión de dar la vida por el servicio al prójimo, por amor a Dios. ¿Hay algún acto de amor que sea superior a este? No, pues es evidente que el mayor testimonio de amor es dar la vida por lo que se ama; y ustedes dan toda su vida por la práctica de la caridad; por tanto, la dan por Dios. De aquí se sigue que no hay otra ocupación en el mundo, que se refiera al servicio de Dios, que sea mayor que la de ustedes. Exceptúo a las religiosas del Gran Hospital, que tienen esta misma profesión y que trabajan de día y de noche por el servicio de Dios en la persona de los pobres. De forma, hijas mías, que no conozco ninguna que las iguale, a no ser las que hacen lo que ustedes hacen.

¿Y van a amar alguna otra cosa distinta de su vocación, que desluzca su belleza? Ni mucho menos, pues espero, hijas mías, que vayan creciendo en este amor, las que ya lo tienen; y las que no lo sientan, se esforzarán por adquirirlo; pues créanme, hijas mías: de aquí depende toda su perfección. Si un religioso o una religiosa, si un cartujo, un capuchino o un misionero, no tiene el espíritu y el amor a su vocación, todo lo que pueda hacer no es nada y lo estropea todo; pues es distinto el espíritu de un capuchino, de un cartujo o de un misionero; es distinto el de una religiosa y el de una Hija de la Caridad. Es preciso, para hacer las cosas bien, que cada uno se dedique de tal forma a la adquisición del suyo, que no sea capaz de mezclar ninguna otra cosa, que, aunque sea buena y santa en los que la profesan, sería perjudicial contra todos y contraria a todos los que tienen que tener otro distinto.

Sé muy bien que muchas de ustedes tienen este espíritu tan arraigado que no hay nada en el mundo capaz de borrar la menor parte de él, y que esta gracia ha sido tan grande en la mayoría de nuestras hermanas difuntas que, si hubiesen vivido en tiempos de san Jerónimo, este santo habría escrito su vida con tanta perfección que todos hubiéramos quedado admirados. ¿Quién es el que ha hecho en ellas todo esto? Ha sido el amor a su vocación, cuyo espíritu supieron captar tan bien que fueron al mismo hasta en las prácticas más pequeñas.

Estos son, hijas mías, los tres motivos que, junto con los que han dicho, pueden excitarlas al amor de su vocación: Dios es su fundador, Él mismo las ha llamado; su vocación es la más grande que hay en el Iglesia de Dios, por que son mártires; el que da su vida por Dios es tenido como mártir; y la verdad es que sus vidas han quedado abreviadas por el trabajo que tienen; y por tanto son mártires.

RESPONSORIO BREVE Flp 2, 2.3.4; 1Tes 5, 14-15

R/ Manténganse unánimes y acordes, con un mismo amor y un mismo sentir, no obren por rivalidad ni por ostentación, déjense guiar por la humildad y considerar siempre superiores a los demás. *No se encierren en sus intereses, sino busquen todos el interés de los demás.

V/ Sostengan a los débiles, sean pacientes con todos; esmérense siempre en hacer el bien unos a otros y a todos. *No se encierren en sus intereses sino busquen todos el interés de los demás.

LAUDES

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos.

PRECES

Glorifiquemos a Cristo, esposo y corona de las vírgenes, y supliquémosle diciendo:

Jesús, corona de las vírgenes, escúchanos.

Señor Jesucristo, a quien las vírgenes amaron como a su único esposo,
-concédenos que nada nos aparte de tu amor.

Tú que coronaste a María como reina de las vírgenes,
-por su intercesión concédenos recibirte siempre con pureza de corazón.

Por intercesión de las santas vírgenes que te sirvieron siempre con fidelidad
consagradas a ti en cuerpo y alma,
-ayúdanos Señor a que los bienes de este mundo que pasa no nos separen de tu amor eterno.

Señor Jesús, esposo que haz de venir y a quién las vírgenes prudentes esperaban,
-concédenos que aguardemos tu retorno glorioso con una esperanza activa.

Por intercesión de las beatas María Ana y Odila, que fueron vírgenes sensatas y unas de las prudentes,
-concédenos, Señor, la verdadera sabiduría y la pureza de costumbres.

VÍSPERAS

CÁNTICO EVANGÉLICO
Ant. En una sola víctima celebramos un doble triunfo: la gloria de la virginidad y la victoria sobre la muerte; permanecieron vírgenes y obtuvieron la palma del martirio.

PRECES

Alabemos con gozo a Cristo, que elogió a los que permanecen vírgenes a causa del reino de Dios, y supliquémosle diciendo:

Jesús, rey de las vírgenes, escúchanos.

Señor, Jesucristo, tú como esposo amante colocaste junto a ti a la Iglesia sin mancha ni arruga,
-haz que sea siempre santa e inmaculada.

Señor Jesucristo, a cuyo encuentro salieron las vírgenes santas con sus lámparas encendidas,
-no permitas que falte nunca el óleo de la fidelidad en las lámparas de las vírgenes que se han consagrado a ti.

Señor Jesucristo, a quien la Iglesia virgen guardó siempre fidelidad intacta,
-concede a todos los cristianos la integridad y la pureza de la fe.

Tú que concedes hoy a tu pueblo alegrarse por la fiesta de la beatas María Ana y Odila, vírgenes,
-concédele también gozar siempre de su valiosa intercesión.

Tú que recibiste en el banquete de tus bodas a las vírgenes santas,
-admite también a nuestros hermanos difuntos en el convite festivo de tu reino.

ORACIÓN

Señor Dios nuestro que animaste con la caridad de Cristo a las bienaventuradas vírgenes María Ana y Odila, y las mantuviste generosas en el servicio de los pobres, dispuestas a dar la vida por Ti, concédenos que sepamos vivir unidos a Ti y observemos el mandamiento del amor, fija nuestra mirada en la corona que tienes reservada en tu reino para tus siervos fieles. Por Nuestro Señor.

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Por P. Andrés Felipe Rojas, CM

Sacerdote Misionero de la Congregación de la Misión, Provincia de Colombia. Fundador y Director de Corazón de Paúl. Escritor de artículos de teología para varias paginas web, entre ellas Religión Digital. Autor de varias novenas y guiones litúrgicos. Actualmente párroco del Santo Cristo de Guaranda (Sucre)

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