Cada vez queda más claro que la cuestión fundamental para los cristianos, hoy, es el tema del poder. El poder es la principal novedad, el principal reto que la cultura contemporánea dirige a la iglesia después del Vaticano II. En Lumen Gentium, el Concilio trató de evitar la palabra poder: cuando se refiere a la jerarquía, emplea la palabra munus, “oficio” o palabras que expresan servicio. La jerarquía trata de apartar el asunto pensando que es un tema irrelevante, pero su relevancia es siempre evidente. Se presume que todo se hace por amor. Aun la condenación de los herejes. Pero en realidad sucede que, como en toda sociedad humana, el poder es relevante en la iglesia, más aún, inevitable. La actual relación de poder viene de la cristiandad medieval. Las formas han cambiado, pero el fondo permanece igual.

Jerarquía y poder


En la eclesiología tradicional, desde los orígenes en el siglo XIV, la palabra poder ocupa el centro del tratado, pues la iglesia se define por los poderes que la constituyen. El poder es uno de los principales atributos de Dios, tal vez el más importante, por lo menos en la devoción católica. En la misma liturgia, siempre se añade el adjetivo poderoso o todopoderoso a la invocación de Dios. El poder de Dios es puramente positivo. Es creador y salvador. Es lo que produce cuanto existe y conduce la creación actuando por los medios de salvación.


Ahora bien, el poder de Dios actúa por medio de poderes humanos. Dios no actúa sin la mediación de los hombres. Estos mediadores, revestidos de una participación del poder de Dios para realizar las obras de Dios, constituyen la jerarquía de la iglesia. Se dice que la jerarquía es la causa eficiente de la iglesia. Ella produce la iglesia, pues la acción salvadora de Dios pasa por esta mediación. Dios eligió a algunos hombres para ser los salvadores de la humanidad. Los laicos se salvan por la intervención de la jerarquía. Sin ella no son nada, todo lo reciben y nada producen.


Este poder sobrenatural de la jerarquía tiene su punto culminante en la eucaristía. Como el papa lo recordó recientemente, el sacerdote ordenado pronuncia las palabras de la consagración como si fuera el mismo Cristo. Cristo produce por su boca el milagro de la transubstanciación. Los laicos miran, admiran, adoran y reciben a Dios por las manos del sacerdote. Esta teología es la imagen de la iglesia en la eclesiología tradicional que era común hasta el Vaticano II y que, al parecer, es todavía la teología del papa.

Poder y servicio


Este poder es el servicio de la jerarquía. Ejercer su poder divino es el servicio que hace a la iglesia. El poder es el mayor servicio.
Es evidente que esta identificación entre poder y servicio no viene del NT, sino que procede de la ideología imperial, en la que todo poder, por ser servicio, es positivo. “Dominar para servir”, es la definición de todos los colonialismos, hasta la de la guerra de Iraq, que es, según el poder del gobierno de Bush, el mayor servicio prestado al pueblo iraquí.


Ahora bien, los miembros de la jerarquía no pueden ser absolutos representantes del poder de Dios. Al ejercer su poder, no comunican sencillamente el mensaje de Dios, sino también toda una teología. Al administrar los sacramentos, manipulan la religiosidad popular con su magia y sus supersticiones. Al gobernar sus parroquias o sus diócesis actúan como patronos de empresas, no crean una iglesia que es producto del Espíritu Santo por mediación de todos los cristianos, cada cual con su carisma. Si el pueblo cristiano no corrige y mejora la orientación dada por el clero, ésta se transforma entonces en dominación. Por eso existe un problema político en la iglesia: los miembros del clero son seres humanos y no depositarios absolutos del poder de Dios, pura fuerza creadora. No es puro don de la vida: es también imposición, arbitrariedad, dominación del hombre sobre el hombre. No sólo por vicios personales, sino por la humana estructura pecadora.


Los teólogos de aquel tiempo conocen muy bien los defectos personales de la jerarquía y de los presbíteros y diáconos. Pero esto no cambia la teoría. Los peores sacerdotes continúan creando la iglesia por medio de sus sacramentos, de sus palabras y de su gobierno. Los abusos de poder son tratados como si sólo fueran problemas personales que se solucionan por medio de la conversión del sacerdote. No reconocen que esta situación no es inevitable, que está ligada en gran parte al modelo de sociedad que se quiso imponer a la iglesia y que, por lo tanto, es un problema de política de la iglesia.


Millones de fieles abandonan la iglesia católica, y la causa fundamental, consciente o inconsciente, es la cuestión del poder. Con el papa actual, ni siquiera se puede tratar la cuestión, porque su poder es más absoluto que el de cualquier papa del pasado, e incluso el de Pío XII. Sin embargo, está claro que la nueva sociedad urbana, alfabetizada y desarrollada culturalmente, no puede aceptar que Dios reserve toda su mediación a algunos, cuando el NT anuncia que el Espíritu les es dado a todos. Todos afirman que hay diversidad de funciones y personas destinadas a gobernar, pero no se acepta la identificación de un poder humano con el poder de Dios.


Es necesario ver y examinar críticamente el poder que existe en la iglesia, regido por un derecho canónico siempre relativo. Hay que distinguir lo que en la iglesia es permanente. De lo contrario, seremos prisioneros de la historia, prisioneros de un pasado muerto.

La eclesiología de Pablo y el poder


La eclesiología de Pablo está centrada en el concepto de pueblo de Dios, que es el cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo. Todo lo que dice de la iglesia se refiere a este pueblo de Dios.


La doctrina de Pablo sobre el poder está implícita en su doctrina sobre la Ley y el Espíritu. El pueblo de Dios pasa por dos etapas. Primero, antes de la venida de Cristo, hubo el régimen de la Ley, y ahora, con Jesús, comenzó el régimen del Espíritu. En el régimen de la Ley, la relación con Dios es una relación de sumisión, la obediencia a la Ley es la virtud suprema. Ahora bien, la Ley no existiría como Ley, si no hubiera en la tierra, por encima del pueblo, una autoridad que obligue a respetarla. Ésta estaba representada por los doctores y los sacerdotes que fueron los que condenaron a Jesús. Obedecer a Dios, someterse a la Ley, se traduce, en la práctica, en obedecer a las autoridades que la imponen.


Para Pablo, la Ley no salva, porque no cambia al ser humano, al hacer que la persona se someta por miedo al castigo pero sin que se renueve personalmente. Sólo el Espíritu puede renovar a la humanidad. Por el Espíritu, la persona se siente empujada por una fuerza interna que la hace capaz de seguir el camino de Jesús, de hacer el bien sin ninguna imposición externa.


Con su doctrina, Pablo no atiende al problema del poder. Para él, el poder apostólico consiste en la autoridad para anunciar al mundo con fuerza el evangelio de Jesús. Es el poder de Dios, que es poder de conversión y de vida nueva. Para Pablo, en la comunidad cristiana se manifiesta el poder de Dios en la abundancia de los carismas, que son fuerzas donadas a algunos miembros. Los carismas parecen tener una fuerza intrínseca que hace que los miembros de la comunidad se dejen llevar por ellos. El mismo Pablo, como apóstol de Jesucristo, ejerce el poder de denunciar, exhortar y orientar y el poder de recordar las enseñanzas de Jesús, pero él mismo no define ese poder de los apóstoles.

La autoridad de Jesús en el N.T.


Según Mt 18, 1-7;12-35; Mt 20,20-28; 23,8-12 y Jn 13, Jesús instala un nuevo modo de ejercer la autoridad, una nueva relación de poder. Jesús no vino para hacer exhortaciones morales, sino para cambiar las estructuras del pueblo de Dios. Para las exhortaciones morales ya estaban los sabios. Jesús vino a destruir la estructura de poder que había en su pueblo y a construir una nueva estructura de relaciones dentro de ese pueblo.


Durante siglos se interpretaron las palabras de Cristo en el sentido de que el discípulo de Jesús debía ejercer las estructuras de poder de siempre, con un espíritu nuevo pero de manera diferente. El resultado fue que se ejerció la autoridad como siempre pero con buenos sentimientos. La iglesia cayó en la misma deformación que afecta a las sociedades civiles o al pueblo de Israel, es decir, cometió la injusticia con buenos sentimientos. Dio a la destrucción de personas un sentido edificante. Así sucedió con la inquisición. Todo se justificaba por el bien de la persona perseguida, torturada o muerta. El ser cristiano actuaría como todo el mundo y sólo añadiría a sus actos buenos sentimientos y sentido religioso: todo por el bien de Dios y de su iglesia.
Jesús no viene a cambiar la subjetividad individual, sino la estructura de las relaciones sociales. Éste es el sentido de la comparación con los niños (Mt 18, 1-4). Los niños no pueden imponer su voluntad. Entonces el niño era el ser débil: Jesús eligió la debilidad.


Jesús no define leyes ni impone su autoridad por medio de ellas. Las leyes se han creado para imponer una voluntad superior a una persona que no quiere ejecutarlas y sólo lo hace por medio de castigo: la ley está basada en el miedo. Esto no quiere decir que Jesús lo acepte todo. Su autoridad está en su modo de actuar, en el que se manifiesta su valor absoluto: ¡esto viene de Dios!


La autoridad de Jesús se expresa en la búsqueda de la oveja perdida, en el perdón de las deudas. En lugar de imponer el castigo, se propone el perdón. Esto, en la sociedad, sería considerado como anarquismo, desorden y desintegración social. Sin embargo, no nos consta que sea así. Todos sabemos que los pequeños pagan sus deudas, mientras las grandes corporaciones no pagan. El problema es que estas grandes corporaciones no se inclinan ante la ley, sino que más bien la cambian para que les sea más favorable.


Cuando Jesús dice: “No os dejéis llamar “Rabí”, porque uno solo es vuestro Maestro, y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie “Padre” vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar “Preceptores” porque uno solo es vuestro Preceptor: Cristo” (Mt 23, 8-10), las autoridades de la iglesia, que quieren para sí estos títulos, dicen que es una cuestión sin importancia, que Jesús habla así para dar un ejemplo de humildad y no para definir un modo de ser. Sin embargo, en la cultura de Jesús, los nombres son muy importantes porque representan la realidad. A base de esa cuestión de nombres, Jesús quería cuestionar las estructuras.


El problema de las estructuras está claro en la iglesia de hoy. Hay obispos más humanos, párrocos más humanos -cristianos- que no insisten en su poder, que gobiernan con paciencia y tolerancia, que abren espacio para la libertad y responsabilidad de los laicos. Pero puede venir otro que aplique rigurosamente la ley canónica que le atribuye poderes exclusivos. Cualquier obispo o párroco puede destruir toda libertad que un antecesor suyo había logrado para sus feligreses. Los casos no son pocos en América Latina. Los autores de tales destrucciones pueden invocar la ley que les atribuye un poder absoluto, dictatorial.

La iglesia y el poder en la cristiandad


No es necesario recordar toda la estructura de poder construida en la cristiandad, sobre todo en la occidental. Hubo cuatro etapas principales que dieron como resultado lo que conocemos hoy.


La primera etapa ya empezó en la tercera generación, cuando se destacaron los presbíteros y al frente de ellos los obispos monárquicos. Era una imitación de la estructura de las sinagogas y de las hermandades romanas. En nombre de los apóstoles, los obispos conquistaron una mayor autoridad sobre los presbíteros y sobre la organización de las iglesias. En el siglo IV los obispos han concentrado ya todo el poder y todos los carismas. El Concilio de Nicea, convocado por el Emperador, excluyó a todos los que no eran obispos y dio a éstos la totalidad del poder.


La segunda etapa vino con Constantino y sus sucesores, que hicieron de la iglesia la religión oficial y obligatoria. En este momento se creó el clero como casta separada y aislada del pueblo, que concentró todo el poder en la iglesia, suprimió las comunidades y sometió a los laicos a una pasividad total, sin ninguna responsabilidad. La biblia sirvió como libro de símbolos que justificaban el sistema, dándole una ideología con la cual se trataba de convencer a los pueblos. La liturgia del lavatorio de los pies es de una piadosa ironía.


La tercera etapa comenzó desde el siglo XI, con los papas benedictinos o gregorianos. Comienza entonces la movilización progresiva del clero, que durará 10 siglos, a fin de que se transforme en ejército del papa que ejerce un poder total sobre la cristiandad.


La cuarta etapa vino con el Concilio de Trento que consagró la estructura del clero, afirmando con fuerza sus fundamentos y aumentando el poder centralizador del papa. Después de la Revolución francesa, este poder del clero en manos del papa desemboca en el auge que hoy conocemos.
¿Cómo se legitimó la concentración del poder en manos del clero y después en manos del papa? Hubo tres grandes motivaciones: la defensa de la ortodoxia de la fe, la defensa de los sacramentos y la defensa de la unidad de la Iglesia.

Defensa de la ortodoxia


Para defender la ortodoxia era necesario concentrar la autoridad en el clero y en el papa, los únicos que podían defender la autenticidad de la fe. Se montó todo un sistema que incorporaba ese poder. La inquisición fue su manifestación histórica más visible y temida.


La concentración del poder se acrecienta aún más hoy con los documentos del cardenal Ratzinger y ahora papa Benedicto XVI. Según estos documentos, la teología de la liberación y la teología de las religiones son herejías totales que niegan todo contenido de la fe.


La experiencia de la historia muestra que después de algunos siglos se vuelve más evidente que las “herejías” no distaban tanto de la ortodoxia. El acuerdo entre católicos y luteranos respecto de la doctrina de la justificación es un buen ejemplo. ¿No será que doctrinas enunciadas en forma distinta, fueron tratadas como herejías por la necesidad de tener herejías? Sin herejías el poder del magisterio no se manifiesta y no tiene oportunidad de crecer. Las herejías son necesarias para justificar y aumentar dicho poder. Según esto ¿no se inventarían las herejías para aumentar el poder del magisterio?


Por otro lado, la mayoría de las herejías medievales son contestación de cuanto confiere tanto poder al papa y al clero, acusaciones dirigidas a este poder. Fue lo que sucedió en el segundo milenio. La herejía es la forma en que los laicos se defienden del dominio intelectual y cultural del clero y del papa.

Defensa de los sacramentos


La segunda motivación del poder del clero es la defensa de los sacramentos. También aquí las herejías atacan el sistema completo de siete sacramentos. ¿Por qué? ¿No será porque los sacramentos son el fundamento del poder clerical? Gracias a los sacramentos que sólo los sacerdotes pueden administrar, los laicos no pueden salvarse sin pasar por las manos del clero, sin someterse a todas las condiciones impuestas por él.


En rigurosa teología, los sacramentos son signos de la fe, signos del amor de Dios. Sin embargo, los sacramentos fueron vividos durante siglos como ritos necesarios para la salvación. Al tener el clero el monopolio de los sacramentos, todos debían someterse a dicho monopolio, había que recibir el sacramento para evitar el infierno.


Otro motivo por el cual los laicos se resisten a recibir los sacramentos, es que son uno de los principales fundamentos del poder financiero del clero. Con el tiempo, el miedo al infierno ha ido disminuyendo y las personas más formadas se han declarado independientes. Antes de la Revolución Francesa, más del 90% de los franceses iban a misa todos los domingos, veinte años después, el número era del 20%.


Hoy en día ya no se frecuentan tanto los sacramentos. Para el clero esto es expresión de decadencia, pues para ellos los sacramentos son la vida, la forma de relacionarse con el pueblo. Para un gran número de sacerdotes, la vida clerical se fundamenta en los sacramentos que constituyen también su actividad profesional. El padre celebra los sacramentos como la base de su trabajo profesional.

El poder del gobierno


En tercer lugar, existe el poder del gobierno. Todos los seglares, sobre todo en su comportamiento moral y social, y por temor al infierno, tienen que subordinarse al clero. En principio, esta sumisión pretendía defender al pueblo cristiano de sus enemigos. El principio de León XIII prevaleció desde el momento en que la iglesia se desligó de las monarquías: en política hay que aliarse con los que más favorecen a la iglesia, es decir, al clero o al papa. Esto es oportunismo y sumisión a los intereses del clero.


La acusación hecha al clero de que, en nombre de Jesucristo, pretendía dominar la sociedad, se repite a lo largo de los siglos. El clero jamás aceptará esta acusación, porque siente que sus intenciones son diferentes. En sus intenciones, se trata de defender al pueblo cristiano contra el poder económico (de los otros), el poder político (de los otros) y contra las amenazas de corrupción que emanan de una cultura no controlada por el clero.


Si la cristiandad ya no existe como totalidad, subsiste en fragmentos de la sociedad: los más conservadores mantienen un pequeño mundo en el que todavía se practica la fidelidad a las tradiciones de la sociedad rural medieval. El clero mantiene por los mismos medios su poder sobre la fracción de la población que permanece siéndole fiel.

Vaticano II


El Vaticano II proclamó una teología renovada del pueblo de Dios y del papel de la iglesia en el mundo. Sin embargo cuando se trata de definir el papel de los obispos, el del clero, ya sea en Lumen Gentium o en documentos dedicados explícitamente al clero, la doctrina es tradicional y no se toman en cuenta los problemas que han ido surgiendo. Las estructuras no se tocan. Se volvió a la doctrina conservadora tradicional en la cual todos los problemas sociales se reducían a problemas morales. Si los sacerdotes tuvieran más virtudes, no habría problemas.


El Vaticano II no entró en el problema del clero. Había división de opiniones y muchos no podían liberarse del modelo que tenían en la mente: el rol tradicional del sacerdote como miembro de la clase privilegiada, como funcionario de los sacramentos y defensor del poder de la iglesia.


Al no querer o no poder entrar el concilio en la cuestión del clero, lo que sucedió era previsible: en el primer mundo, las vocaciones desaparecieron: no había más credibilidad. En el tercer mundo, las vocaciones siguen siendo numerosas, pero se basan en el principio de cristiandad: el sacerdocio ofrece poder en la sociedad y en la iglesia, lo que es un atractivo grande para los pobres que tienen pocos canales de ascenso social.

Idealismo y realismo


Juan Pablo II tuvo como una de sus prioridades la restauración del poder social del clero. Tomó como un punto de apoyo los movimientos sacerdotales como el Opus Dei, Legionarios de Cristo, Sodalitium y otros. Todos son integristas en la doctrina, rigoristas en la moral, inflexibles en la disciplina. Su motor es la ideología clerical, tal como fue definida después del Concilio de Trento. El Papa les concedió el papel que tuvieron los jesuitas en la iglesia tridentina: ser conductores del clero.


Sucede que estos movimientos viven fascinados por el poder. Manifiestan una voluntad férrea de acumular riqueza material, prestigio social, poder político y cultural. Fundan instituciones poderosas, supuestamente destinadas a la evangelización. No se dan cuenta del espectáculo que ofrecen a la sociedad, espectáculo de sectas religiosas a la conquista del poder. No ven que les va a pasar lo que les pasó a los jesuitas en el siglo XVIII. Aliados con los poderosos, ignoran absolutamente la voz que se levanta del mundo de los oprimidos. Ignoran este mundo, porque su ámbito es el de los dominadores.


En este momento, en América Latina, estos movimientos sacerdotales están, de hecho, conquistando grandes poderes en todos los sectores, sobre todo en los de la economía y la política. Actúan por intermedio de elites laicales que les están totalmente subordinadas. El clero, inspirado por tales ejemplos, se hace puramente oportunista. Cree que el marketing religioso o el dominio de los medios de comunicación van a solucionar los problemas de la evangelización y permitirán rehacer la cristiandad en la que la iglesia podrá gobernar nuevamente el mundo.


El poder de Dios crea, edifica, aumenta y confiere más libertad. Los poderes eclesiásticos, que no actúan en este sentido, no son poderes de Dios y deben ser contenidos, limitados y corregidos estructuralmente. Para disminuir los abusos de poder, es necesario que haya normas que equilibren los poderes de todos.

Autor: José Comblin

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