Por GUSTAVO PEREZ V.

  1. La denominación oficial del viernes santo en la Liturgia de la Iglesia.
    En la liturgia católica el Viernes Santo se llama oficialmente Feria Sexta in Passione Domini. Pero también en el misal romano se distingue el Viernes Santo como “in parasceve” o día de los preparativos, “preparativos”, desde luego para la Pascua.
    La denominación de «FERIA» obedece al nombre que tomaron los días de la semana, en el uso de la Iglesia, partiendo del Domingo (dies Domini o Dominica dies = día del Señor), teniendo en cuenta que en el latín clásico la «feria» correspondía a los días de descanso. Con esto la Iglesia busca parodiar, trasladando al lenguaje eclesiástico en la denominación de «feria» refiriéndose al carácter festivo de los días siguientes a la gran fiesta de Pascua, que no serían días ordinarios sino de prolongación de la fiesta. De este modo quiso que el ambiente de fiesta se extendiera a lo largo de los seis días siguientes al domingo de la Pascua Cristiana, tal como acontecía con la Pascua judía, que abarcaba los siete (7) días que le seguían. Así, luego del gran día de la fiesta -del domingo- el lunes sería el «día segundo», de las fiestas pascuales o «feria secunda», la secuencia continuaría con el martes que sería la feria tertia y así sucesivamente hasta dar con el viernes que correspondería –según se advirtió- a la “feria sexta». El sábado retendría su denominación propia en memoria del Antiguo Testamento.
  2. El Viernes Santo, día señalado como el más luctuoso en de la cristiandad.
    El viernes santo o Feria Sexta in Passione Domini, según una antiquísima tradición, es el único día del año cristiano privado de la celebración de la Eucaristía. En su lugar se celebra a media tarde la «Liturgia de la Pasión del Señor», cerca de las tres, hora señalada por los evangelios sinópticos como la de la muerte del Señor (Mt.27, 45; Lc.23, 44; Mc.15, 33).
    La pregunta obvia que suscita esta omisión es ¿por qué o a qué razón obedece la excepción única de no permitir la celebración eucarística en un día de tan gran significación en la liturgia cristiana? Casi todas las explicaciones y los comentarios de los estudiosos de la liturgia no apuntan a la razón real que subyace a la privación de la celebración eucarística en esta fecha y en consecuencia no son satisfactorias. Como ha habido ineptitud en la investigación histórica y sobre todo en la explicación de fondo, es decir, teológica, los liturgistas buscan obviar esta incapacidad dando muchos rodeos y se refugian más bien en la descripción de las ceremonias de todo el complejo litúrgico del día como la liturgia de la palabra, la oración universal, la adoración de la santa cruz y la comunión con lo “presantificado” y terminan abundando en generalidades y consideraciones piadosas, sobre todo en el carácter luctuoso que rodea este día, sin que al final acierten en la explicación puntual. El liturgista Pius PARSCHER es -al parecer- uno de los más acertados al advertir, en forma concisa, que la omisión del sacrificio eucarístico se debe a que hoy: “Nuestro Pontífice ofreció sobre el altar de la cruz su sacrificio cruento.”
    Desde luego que aceptando esta explicación -el ofrecimiento cruento real-histórico de Cristo-, nuestro pontífice, resultaría excedente o supererogatoria su celebración sacramental. En este orden de ideas podemos pensar que lo que la Iglesia ha querido dar entender con esta omisión y, más que omisión, con la prohibición de la celebración de la eucaristía el Viernes Santo es mantener para esta fecha toda su expresividad real en la conmemoración del acontecimiento histórico-cruento del sacrificio redentor. Para ello probablemente consideró que la celebración sacramental debía ceder su lugar a la memoria, a la –“anamnesis”- de la primera ocurrencia del acontecimiento cruento material. Es de advertir en este caso que si se diera la celebración eucarística ésta podría distraer la atención del acontecimiento sacrificial en el calvario e implicar como una doble celebración del sacrificio, uno con la conmemoración cruenta del acontecimiento y el otro con su conmemoración sacramental.
    Abundando en razones sobre lo dicho, es un hecho que en este día la mirada de la Iglesia está fija en el calvario, en donde Cristo inmoló su vida en expiación por nuestros pecados. De ahí que no se explicaría hoy la omisión de los sagrados misterios, en la forma sacramental, es decir «in mysterio», si no se conmemorara en este viernes la realidad material del sacrificio. Jesús, sacerdote y cordero a la vez, se ofrece hoy, Viernes Santo, de manera sangrienta “sobre el altar de la cruz” y lo hace a la misma hora en que se sacrificaban los corderos de la pascua judía.
    Sin embargo, a esta explicación que ajusta la mayor coherencia porque explica de la manera más razonable la conmemoración del misterio salvador con la muerte del Señor, se agregan otras complementarias, tales como la de dar el primer lugar al memorial de la Pasión y Muerte del Señor y por tanto el hallarse hoy la Iglesia y todos los cristianos en el día de mayor luto y en el de más intenso duelo. La Iglesia, en este día de viernes santo, por supuesto, que se reviste de un tono de tristeza y penitencia. Esto no hay que decirlo. Para ello reproduce semejantes sentimientos en una connotación litúrgica de este mismo tenor y así se entiende que: “el esposo le ha sido arrebatado y, entonces, los hijos están sumidos en la tristeza y habrán de ayunar…”(Mt. 9,15). Se podrá afirmar, entonces, y con toda propiedad que en semejante coyuntura hoy no hay lugar al gozo que depara toda celebración y en esta dirección se pueden precisar las razones que siguen:
    • Sabiendo que todo lo que se «celebra» está teñido de gozo, o sea, de vida y tiene por tanto un aire de alegría, cae de su peso que hoy se destierre de la liturgia cualquier asomo de alegría para sumergirse -por entero- en un misterio de dolor habida cuenta de que la muerte como tal es sólo motivo de tristeza y de abatimiento. Desde luego, hablamos de tristeza y de abatimiento cristiano, profundamente significativo; no de oscura desesperación ni de resignada desgracia.
    • Si se permitiera la celebración eucarística esta tristeza se disiparía en algo, ya que como quedó dicho, toda celebración trae aparejado un aire de distensión, de gozo y de alegría. Hoy, por supuesto, no hay lugar a tales manifestaciones. Con razón podemos leer en un comentario del Viernes Santo estas palabras: “El Jueves Santo fue la hora de Jesús; el Viernes Santo es sobre todo «la hora de Satanás». Dos horas que se reducen a una sola, “la hora del Misterio Pascual”, con sus dos manecillas: la entrega de Cristo y la maldad humana…”
  3. Pero la muerte del Señor no es para nada una derrota…
    Con motivo de la reforma litúrgica, iniciada desde antes del Concilio Vaticano II por el Papa Pio XII en 1951 y 1955, pero sobre todo introducida definitivamente a partir del concilio vaticano II, el énfasis preponderante se ha centrado en el sentido “pascual”, es decir, de alegría, de triunfo y exultación el cual ha conformado todo el conjunto del entramado litúrgico de la Semana Mayor que se corona justamente con el triunfo sobre el pecado y la muerte, en la resurrección. De este modo el carácter sombrío y luctuoso del viernes santo se tiende a desvanecer y en casos extremos a ignorar o a tener en menos. No sé hasta qué punto sea esto lo indicado aunque aparezca como lo más coherente y llamativo.
    Por manera que no se acierta a entender que el acento puesto en el aspecto “pascual” se reduzca a exclamaciones de entusiasmo vaporoso, inmediatista y poco aterrizado que a ratos parece desconocer los sentimientos de confusión y de dolor y sobre todo de reconocimiento de la magnitud del pecado y de la malicia de la humanidad que dio lugar a esa muerte, y que trate de responder así y a manera de reacción a lo que fue una espiritualidad «dolorista» que se dice marcó la espiritualidad cristiana de la Edad Media y que desde luego permeó también la liturgia de esa época y de las que le siguieron. Hoy día hay controversia o si se quiere intereses encontrados sobre este tópico porque la reacción triunfalista de los últimos tiempos, centrada en el acontecimiento pascual de la resurrección y que busca hasta cierto punto ignorar y/o eliminar la parte luctuosa en el culto cristiano del Viernes Santo se ha visto confrontada, mal de su grado, con la realidad que ostenta un mundo sensual y hedonista que quiere echar fuera cualquier asomo no sólo de dolor, sino de disciplina, de ascesis y de mortificación de los sentidos, en lo que se refiere a la negación de sí, conforme al evangelio y, en definitiva, al esfuerzo que debe desplegar el cristiano para responder con voluntad a la gracia en su itinerario terrenal por este mundo como «homo viator» -hombre en camino-. Bajo esta perspectiva la exhortación de Jesús, en la agonía del huerto de “velad y orad para no caer en la tentación,” dirigida a los apóstoles que le acompañaron, queda como un grito en el vacío, en el fondo de una teología “pascualizada” que elimina el sentido expiatorio de la pasión y el «escándalo del crucificado» para congraciarse y conciliar con el espíritu del mundo en transacciones que lamentablemente no están lejos de un servilismo obsecuente.
    De este «servilismo obsecuente» son muestra, por ejemplo, las tendencias reduccionistas de muchas prácticas ascéticas en la espiritualidad. Vaya un solo ejemplo o patrón: nos referimos al caso del ayuno. De una parte, asistimos en la actualidad a su limitación hasta llevarlo al mínimo en la legislación eclesiástica al reducirlo al miércoles de ceniza y el viernes santo, y cuando se lo predica se hace de esta predicación una tal simplificación que roza casi con su desmentido, se lo subestima y rebaja para «aguar» al máximo sus dimensiones de sacrificio y de negación de sí. Para ello se recurre a distintas falacias con el fin de no irritar al auditorio. Una de ellas consiste en parangonarlo con la ejercitación profana de una gimnasia terapéutica que busca resaltarlo en paralelos estéticos para que el cuerpo luzca esbelto y se eliminen de él muchos gérmenes patógenos. Desde luego que todo ello puede ser cierto y recomendable en el campo del deporte o en el estético y en el de la salud. Pero lo que no resulta apropiado y ortodoxo -dentro de la predicación cristiana- es mimetizar su ejercicio para que su talante ascético -que hoy no uce nada popular- no aparezca tan «anticuado» y «rebasado» y sobre todo para que quede lejos, que casi no se lo vea y quede a cubierto de aquello de «tomar la cruz» y de ir contracorriente de la vida fácil. Miren, por ejemplo, lo que me llegó por un correo proveniente de una asociación católica:
    “¿Qué es la cuaresma?… No, no son las mortificaciones, ni las privaciones, tampoco es un conjunto de prácticas piadosas temporales.
    Cuando una pareja de enamorados decide casarse, empiezan un proceso de preparación para el GRAN DÍA. ¡Nada puede faltar! Todo se planea con perfecta delicadeza para que sea un día inolvidable. «La cuaresma es una preparación». Así como se prepara un día tan importante, de la misma manera se prepara un cristiano para la Pascua. Cuaresma es la preparación para la GRAN CELEBRACIÓN de la Pascua”.
    También esto es cierto pero lo raro e inapropiado -digo yo- es distraer del aspecto ascético, en este caso a la cuaresma: Dejar de hablar de “mortificaciones y de privaciones”…

Como advertía el presidente de la Conferencia Episcopal Polaca a su homólogo de Alemania a propósito del sínodo alemán: “Es un hecho vergonzoso en la Iglesia actual: muchas de estas decisiones se han tomado bajo la presión de la opinión pública, lo que les provoca un complejo de inferioridad que les lleva a relativizar u ocultar su identidad cristiana y sus convicciones. (…) Terminan en una especie «de obsesión por ser como todos y por tener lo que poseen los demás» (Evangelii gaudium, 79). No es tarea de la Iglesia rebajar las normas morales sino «encontrar medios eficaces para hacer que la gente se arrepienta (ib.) San Pablo, sirviéndose del lenguaje de los atletas, escribe a los corintios (1ª Cor 9,27) advirtiendo sobre la disciplina que impone a su vida personal cuando refiere: “Castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre no sea que predicando a los demás resulte yo descalificado.” Así el Apóstol no se considera dispensado del combate espiritual, de la abnegación, de la mortificación y de la penitencia y de este modo mientras anuncia el Evangelio está siempre en tensión de esfuerzo para actuarlo en sí mismo.
En verdad que no hay otro camino para disponerse hacia el Reino de Dios que aquello de “castigar” el cuerpo, en el sentido ascético que significa el esfuerzo metódico para adiestrarse física y espiritualmente, en este caso espiritualmente (1Cor 9,24-27; Flp 3,14; 2 Tim 4,7). Y es la razón por la que en la vida cristiana hay necesidad de que ésta revista un carácter austero, que consiste en someter el cuerpo a disciplina y de mantenerlo bajo control, obligarlo a obedecer, comoquiera que: “El Reino de los cielos padece violencia y sólo los violentos lo arrebatarán” (Mt 11,12). De este modo -tal como canta la liturgia en un himno de Vísperas- “…evitando todo lo dañoso y a cubierto de todo lo perverso, empujemos las puertas celestiales y arrebatemos el eterno premio.” Esto de la «violencia» que sufre el Reino de Dios quiere decir que el Reino se abre camino con determinación, con esfuerzo, es decir, que se gana con fuerza de voluntad, con ejercicio, decisión y disciplina y a despecho de los obstáculos lo que supone sacrificio y es de este modo como se ha de «arrebatar». Para seguir a Jesús “hay que dejar las planicies de la mediocridad y las bajadas de la comodidad,” y “sólo la subida de la cruz conduce a la meta de la gloria”. Este es el camino: de la cruz a la gloria. La tentación mundana es buscar la gloria sin pasar por la cruz. “A nosotros nos gustarían caminos conocidos, rectos y llanos, pero para encontrar la luz de Jesús es necesario que salgamos continuamente de nosotros mismos y vayamos detrás de Él,” ha dicho el Papa en la homilía que pronunció en la misa del IV centenario de la canonización de su fundador, de la Compañía de Jesús, san Ignacio de Loyola el 12 de marzo del año que cursa-. Lo demás son palabras bonitas y edulcoradas para agradar el oído de la mayoría, de los que no quieren desinstalarse, pero es palabrería que no asombra ni conmueve y que está lejos de consultar los cauces del Evangelio. Simplemente ofrece un tipo de espiritualidad cómoda y a gusto de todos, de «religión a la carta», como se dice hoy, sin que cueste mayor cosa, «sin violencia», que sólo consigue «católicos enfriados o adulterados»: aquellos cuya religión se “naturaliza», es decir, se vacía de lo sobrenatural y se vuelve una especie de mitología». Para ello hace falta entre otras cosas que se vuelva a predicar la necesidad del arrepentimiento, de la penitencia y de la conversión y que los sacerdotes vuelvan a los confesionarios vacíos y confiesen a los fieles. Por eso san Benito precisa en su Regla que “sólo cuando el alma esté purificada de vicios y pecados, el Espíritu Santo obrará plenamente en ella y el amor perfecto reinará como principio de vida.”
No hay pues que escuchar los cantos de sirena de tanto «comerciante espiritual» que hoy pulula pero que al final adultera la fe y aleja del ideal cristiano. Me refiero a lo que vengo indicando, a quienes predican una vida sobrenatural a la cual se dispensa de la abnegación y de la austeridad, es decir, de la ascética, una verdadera apostasía que sólo sabe hacer concesiones en connivencia con el mundo; todo para buscar agradar y ser concordes con sus planteamientos, aunque estos sean contrarios al Evangelio. Es que hoy día, digámoslo sin tapujos, se pretende disimular que el pecado es un poder al que hay que vencer con voluntad y con esfuerzo, es decir, con negación de sí. Por ejemplo, en materia de castidad, leía en algún artículo que ésta -la castidad- “implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado.” Pero no sólo eso; la castidad no es lo único ni siquiera lo más determinante en el camino de la perfección. Hay que privilegiar sectores de virtud de mayor prioridad como la caridad y la justicia. Y para todo ello urge el trabajo, el esfuerzo, la determinación y el ejercicio de la voluntad. Pero las tendencias y sobre todo las apetencias de hoy desgraciadamente no van por ahí, también de manera lamentable en la espiritualidad, y por eso se quiere «mimetizar», paliar, tender velos sobre la ascesis sobrenatural. Últimamente, continuando con lo referente con la parodia que quiere tenderse sobre el ayuno, hasta se lo quiere revestir de condicionamientos “sociológicos” -como bien lo ha planteado el fraile dominico Nelson MEDINA, O.P.- que consiste, por ejemplo, en hacer ver a los creyentes que se puede hacer cómodo el ayuno, es decir, se puede ayunar destinando los sobrantes de alimentos y de vestuario para ayudar a las clases más desfavorecidas y «compartir fraternalmente sus bienes con los pobres». “Ayunar -dice Fray Nelson- en orden a compartir los bienes -cambiando lo religioso y la ascesis individual que implica el ayuno por lo social- ¿Por qué este viraje? Sencillamente porque hoy la Iglesia se avergüenza de predicar el ayuno como es, y entonces se le buscan atenuantes con el fin de esquivar la crítica del mundo. Esta forma «sociológica» de invitar a ayunar, compartiendo los bienes a los necesitados no es que represente algo negativo. Por el contrario, es cosa por supuesto encomiable y digna de practicarse pero es poco ascética…porque trata de esconder y disimular en los pliegues de la asistencia social su raigambre bíblica y el espíritu penitencial que entraña, para confinarlo a un ejercicio filantrópico y hasta asistencialista. Por el contrario, en la tradición bíblica el ayuno sobresale por ser un ejercicio y, como tal, como ejercicio implica un sacrificio que el espíritu le impone a la carne y a todas las tendencias desordenadas, cualesquiera que sean, para someterlas al imperio de la razón, aceptando que la pendiente natural del hombre es siempre, ayer y hoy, la de dejarse llevar de la vida fácil. El ayuno siempre se entendió como una forma de purificación en la cual se refrena y ordenan las pasiones del cuerpo para sujetarlas al imperio del espíritu. Como leía hace poco de un teólogo moderno, hay que hacer entender y -esa es la razón última del ayuno- que, en la concupiscencia es donde están las raíces del pecado, la llamada de la carne, «que viene del pecado de los orígenes y a él inclina» (Denzinger Nº1515) es la debilidad del hombre, ligada a la tendencia desordenada de los sentidos. San Pablo pone esta tendencia bajo el título de «pecado» en la carta a los Romanos 7,23, la llama “la «ley del pecado» que lucha contra la ley de mi razón, que esclaviza y está en mi cuerpo,” advirtiendo eso sí que la concupiscencia no es pecado en sí pero siendo, como es un desorden en las inclinaciones hay que someterla.”
En esta dirección el ayuno procura una negación de la voluntad de placer y es ésta la tendencia que lo que ha distinguido siempre en su práctica, y que sigue representando eso: un ejercicio de «negación de sí» y que en tal virtud libera voluntariamente todo el organismo espiritual de los gravámenes y de las cargas de la vida terrena de suerte que facilite el redescubrimiento y sobre todo la necesidad de la vida que viene del cielo: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4; cfr. Dt 8,3).
Pero también la imposición ascética de la mortificación, de la cual el ayuno es una forma ejemplarizante, se erige también en un llamado oportuno al señalamiento del acontecimiento escatológico en la vida del cristiano, de todo cristiano, acontecimiento que no debe ser ajeno como que es en últimas el destino final, su perspectiva definitiva, inexorable e insoslayable, aún desde un punto de vista puramente material y existencial: la preocupación escatológica -aquello sobre los famosos novísimos- forma parte, hasta cierto punto, de la naturaleza humana: nacer, crecer, reproducirse y morir. Por otra parte, los interrogantes sobre los fines últimos nos sirven para reflexionar en espíritu y en verdad de lo que significa la existencia cristiana y dar importancia a las cosas que tienen un verdadero valor. Nuestra vida, dijimos, es perecedera, transitoria; “una mala noche pasada en una mala posada,” decía graciosamente santa Teresa de Jesús. De ahí que advirtiera san Agustín que el cristiano debe “servirse de este mundo y no servir a él y que aquel que se vea libre de preocupaciones de aquí abajo espera seguro la venida del Señor.” Pero, seamos, sinceros; hoy esta realidad no se anuncia, se predica poco y con mucho cuidado para no darle preferencia ni primacía, no se quiere vislumbrar y por el contrario la tendencia es a hacer de esta vida el destino permanente y rodearla de seguridades. Eso es lo que hace el mundo. Pero lamentablemente y con perplejidad, lo tenemos que constatar también, de puertas para adentro, en la Iglesia; de ahí que se perciba cierta tendencia «vergonzante», que decía, recurriendo, cuando se predica, a eufemismos y mimetizaciones con el fin de “glosar” y de “suavizar” no sólo el ayuno también las demás prácticas ascéticas cristianas, la mortificación y la austeridad penitencial, que miran necesariamente, de una parte, al acontecimiento escatológico, a las realidades últimas, y de otra, a no esquivar el «escándalo de la cruz» que llama san Pablo, (1ªcorintios 1,23) y que por supuesto está lejos de compaginar con el pensar y con el sentir de este mundo.
Dentro de esta misma línea que no dudamos en llamar «vergonzante», que hoy exhibe la Iglesia ante los conceptos de ascesis, de cruz y de sufrimiento, se inscribe una suerte de predicación como la que pude oír de un prelado que explicaba en su homilía el pasaje del joven rico que al final no acepta el seguimiento del Señor cuando, a pesar de haber cumplido con los mandamientos, le advierte que le falta una cosa para heredar la vida eterna: vender todos sus bienes, darlos a los pobres y “así tendrá un tesoro en el cielo” y luego sí venir en su seguimiento. El predicador se dio todas las trazas por enfocar el mensaje del evangelio -la venta de los bienes- hacia un objeto de mejoramiento, es decir, dentro de un contexto más bien de mejoría material. Para ello advirtió que el joven debió repartir sus bienes «para hacer partícipes de ellos a los pobres», pero tuvo buen cuidado de mantenerlo todo en ese contexto de «socialización»… ¡Ah, por ahí asoma las orejas el lobo «sociologista» que nos invade…! Porque para nada quiso hacer referencia a lo que el pasaje evangélico parece privilegiar y que es precisamente el sentido del desasimiento, del desapego y del desprendimiento personal de los bienes perecederos frente al bien absoluto que constituye Dios y su seguimiento y en el sacrificio que esto conlleva como quiera que el evangelio advierte o hace caer en la cuenta al joven de este requisito, por lo que ante esta advertencia el joven: “frunció el ceño y se marchó porque era muy rico.” Desde luego que Jesús, al precisar a este joven el requisito del desprendimiento de los bienes para acceder luego a su seguimiento y consecuencialmente: “tener así un tesoro en el cielo” lo hace indicando su venta para “darlos a los pobres.” No para dejarlos abandonados, ni para invertirlos en cosas diferentes, sino “para darlos a los pobres.” Pues bien hubiera podido modificar la destinación de esta venta dentro de un objeto filantrópico, o de otro diferente enmarcado en lo benéfico y en lo social, por ejemplo, para la construcción de una iglesia, de un hospital o de un barrio de viviendas de interés social, todos ellos de cara a la ayuda a los pobres, pero de modo más bien mediato. Sin embargo, el pasaje en comento parece dejar muy en claro dos referentes: de una parte, el de la referencia a la transcendencia de Dios, a la majestad de su gloria que está por encima de cualquier otro cometido. O sea la centralidad y la primacía absoluta de Dios, su soberanía, el asentarse y dar razón del absoluto de Dios hoy tan olvidado. Sólo la eternidad puede medir su extensión…ya que la majestad de Dios y la consecución de su Reino constituyen bienes preferentes, absolutos, definitivos y el hombre de Dios debe decantarse por “la única cosa necesaria” y decidir para Dios “la mejor parte que no le será quitada” (Lc 10,42). Los hombres que han entendido esta palabra, es decir, los espirituales no almacenan riquezas: Dios es su herencia perpetua a la que no renuncian por nada del mundo. Los bienes de aquí son siempre pocos, transitorios y perecederos, precarios, limitados y contingentes, imposibles de comparar con las riquezas de Dios. Pero, vayamos a la otra parte: este desasimiento de las riquezas para ir hasta el «Único necesario» dice también a que tal decisión no es cosa fácil, y así queda patente en el pasaje del Evangelio. Al contrario, es una opción que apareja exigencias de austeridad y de «sacrificio» y requiere de un discernimiento de ponderación, de sensatez, de buen juicio y de sabiduría, frente a los bienes del Reino. A esto hay también que discernir los peligros que entrañan las riquezas; juzguemos de qué manera el hombre rico y satisfecho de sus metas, de haber logrado amasar una buena fortuna en esta tierra, en la realidad está amenazado del más grave de los peligros: naufragar en su autosuficiencia sin darse cuenta de su precariedad y sin sentir la necesidad de ser salvado de ella. En este sentido como que «se pone a cubierto» de los bienes del cielo remitiendo toda su seguridad a los de aquí abajo. “Ay de los ricos, escribe Jean LAFRANCE, porque su oro les pone al abrigo de las extraordinarias ternuras de Dios. Les impide ponerse espontáneamente en las manos de Dios, en un abandono ciego en su providencia maternal”.

       Este aspecto es precisamente lo que hoy no se quiere destacar y por eso se busca adobar el evangelio con los «condimentos sociales» que pertenecen a este eón y que están más al alcance del común de las gentes y pueden ser visibles, inmediatos, estimados y poder captar así la simpatía popular.  El Papa Pablo VI, ya desde 1974, advierte de este peligro, en la apertura del Sínodo de los obispos de ese año, porque se dio cuenta que pululan los pastores que: “Con harta frecuencia se ven solicitados a olvidar la prioridad que debe tener el mensaje de salvación, reduciendo así la propia acción a pura actividad sociológica o política y la misión de la Iglesia a un mensaje antropológico y temporal.”  Pero también cabe preguntarse si la «prioridad de Dios», de su entrega y servicio preferente y total ¿no podría convertirse acaso en una fuga hacia el intimismo, hacia el individualismo religioso, en un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de América Latina y del mundo, y una fuga de la realidad hacia un mundo espiritual tal como advirtiera el Papa Benedicto XVI al inaugurar la V Conferencia del CELAM en  Aparecida, Brasil?

De pronto no está lejos el riesgo que entraña esta visión si se asume de manera superficial y lejos de las perspectivas del Evangelio. No obstante, el peligro de hoy está precisamente en el otro extremo. Hay que tener en cuenta la advertencia de san Pablo en la carta a los Filipenses (3,18) cuando se queja de los cristianos que ocultan, desisten y distraen la disciplina a que llama el evangelio para tildarlos de “enemigos de la cruz de Cristo” porque preocupados solamente de las cosas de la tierra, al parecer, conducen una vida paralela hecha de placeres y satisfacciones y de seguridades terrenas. Esta advertencia del apóstol no está lejos de reivindicar la dimensión religiosa que se ha venido perdiendo, relegada a un lugar secundario, porque hoy solo se prefiere la mirada del «aquí y del ahora» que consulta las preferencias del mundo y que busca al mismo tiempo hacerlas «conniventes» y «cohabitables» con los predicados del evangelio. Pero tal proceder, hoy por hoy, muy en boga es abiertamente contrario al pensamiento de Jesús que en este aspecto es intransigente: “El que no está conmigo está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23). El espíritu del mundo y el evangelio en vano se intenta que confluyan. En este sentido escribía Benedicto XVI, en su libro sobre la infancia de Jesús, tratando de cómo el Hijo de Dios, en su nacimiento, había tenido que ir a cobijarse en una pesebrera ya que no encontró lugar en la posada…Por que vino –escribe san Juan- a los suyos y los suyos no le recibieron. Y así es como el “ser cristiano implica salir del ámbito de lo que todos piensan y quieren, de los criterios dominantes, para entrar en la luz de la verdad sobre nuestro ser y, con esta luz, llegar a la vía justa.”

De pronto a esto apunta o es esta es la dirección del voto de pobreza que hacen los religiosos y los que se consagran a Dios, no porque todos sean materialmente “muy ricos” y tengan que renunciar a todo un cúmulo de bienes, eso se entiende, sino porque Dios, en «Quien lo es todo y de Quien lo es todo» es el supremo valor, es la gran riqueza, la «única riqueza» y por la que hay que hacer una «opción preferencial» que luego se materializará también en la subsiguiente opción preferencial por los pobres, en quienes se verá el referente sobrenatural y a quienes hay que evangelizar sacándolos de la miseria y de la desgracia en que los ha confinado esta sociedad injusta. Así lo entendió y lo expresaba san Francisco de Asís, en ese bellísimo canto de las “alabanzas a Dios,” una letanía que compuso el Pobrecillo y que constituye como su Magnificat en el cual privilegia la transcendencia y la soberanía de Dios: “Sólo Tú eres santo, Señor Dios, y sólo Tú obras maravillas. “Tú eres el Fuerte. “Tú eres el Grande. “Tú eres el Altísimo. “Tú eres el Todopoderoso, Padre santo, Rey del cielo y de la tierra”, “Tú eres el único Bien. “Tú eres todo Bien., etc. Si Dios es el “Sumo Bien,” el “Rey de los cielos, el Señor Dios Padre Todopoderoso,” como se reconoce y lo cantamos en el Himno Angélico -en el Gloria de la Misa-, o cuando le invocamos como «Patrem inmensae maiestatis» (el Padre de inmensa majestad” en el Te Deum), la consecuencia es el primado de la gloria y de la alabanza de Dios y a quien se ha de buscar por Él mismo. Y siendo como es la más grande riqueza, aquí y en la eternidad, entonces, han de estimarse en nada los bienes de aquí abajo y confesar que ellos están lejos de guardar comparación con los eternos y en esto consiste precisamente la supremacía y la excelsitud del seguimiento de Cristo.

En los últimos años un sector de la teología protestante luterana ha reaccionado a esta que se ha dado en llamar «visión gloriosa de la fe cristiana» que invierte y deja vacía de sentido la propia realidad de la cruz y el escándalo y la injusticia del dolor que condensa. Tal cometido se puede leer en la obra “El Dios crucificado” del teólogo luterano alemán Jurgên MOLTMANN. Allí se resiente de cómo hoy se ha despojado a la cruz de su escándalo, de su desnudez y de su dureza y se despacha en estos términos: “La cruz -dice- es lo absolutamente inconmensurable en la revelación de Dios. La cruz se resiste a una explicación unívoca desde criterios meramente humanos; con unas representaciones llenas de flores -como en el escudo de LUTERO- de pulcritud, de pureza, de blancura, belleza, alegría que ha trastocado radicalmente el objeto de castigo y escarnio de Cristo y lo ha despojado de su skandalon, de su desnudez y dureza, para transformarlo en “agradable” y “salvador.” En este contexto MOLTMANN cita un texto del también teólogo luterano alemán Hans Joachim IWAND:

“Nos hemos acostumbrado demasiado a ella -a la cruz-. El escándalo de la cruz lo hemos adornado con rosas. Hemos hecho de ella una teoría de la salvación. Pero esa no es la cruz. Esto no es la dureza que en ella hay, la dureza que en ella ha puesto Dios. […]” Y como buen luterano precisa: ”Frente a la palabra de la cruz no contamos más que con la sola fides, como ante ninguna otra realidad del mundo. […] Nuestra fe comienza en esa dureza y poderío que es la noche de la cruz, del abandono, del ataque y de la duda de todo cuanto existe. Nuestra fe tiene que nacer donde todos los hechos la abandonan; tiene que nacer de la nada, tiene que gustar y saborear esa nada…” Algo o mucho nos dicen las apreciaciones de estos teólogos ante la deriva que comprobamos repite la liturgia católica y que da cuenta de una tendencia “pascualista” que se ha apoderado de la Iglesia después del concilio. Por lo mismo en mucho coincidimos con las opiniones de estos luteranos de querer adornar o más bien disimular el sentido doloroso, severo y patético que nos predica la cruz y de nuestro Redentor clavado en ella. En lo que sí no podemos convenir o compaginar con éstos es en el rechazo y la crítica a las explicaciones que se rinden de la cruz en el ámbito litúrgico y cultual. En ese sentido MOLTMANN cuestiona el “culto a la cruz” en tanto representación eucarística del suceso del Gólgota y las interpretaciones «sacrificialistas» que de este culto se desprenden. Desde luego esta crítica hay que leerla en clave protestante ante la asimilación y la conmemoración incruenta que va de ella a la Eucaristía, como sacrificio, en la Iglesia y por eso se resienten de ella como de una visión ambigua como acto sacrificial y en particular de la Eucaristía como sacrificio: “Aun cuando la muerte de Jesús no tenga una expresión cultual per se: no se realiza en el templo, no está “oficiada” por un sacerdote, ni sigue un patrón ritual. Desde esta perspectiva, el Crucificado es «ahistorizado» y abstraído de sus condiciones concretas de muerte para entenderlo como autodonación sacrificial instituida por el propio Dios para la salvación del mundo.” Se repite que es una crítica que hay que entender desde la visión protestante; simplificada, si se quiere, por no decir «simplista», que predica el rechazo a la interpretación sacrificial de la Eucaristía con base en el rompimiento abrupto de la línea sacrificial entre los sacrificios de la Antigua Alianza y el sacrificio de Cristo. Por supuesto que hay que reconocer que el sacrificio de Cristo, en la cruz, es por supuesto de una «novedad radical» porque supera infinitamente el objeto de los sacrificios antiguos y también la misma expresión del ceremonial israelita de la expiación, tal como dice la carta a los Hebreos: “Cristo se presentó como sumo sacerdote de los bienes futuros, oficiando en una tienda mayor y más perfecta no fabricada por mano de hombres, y penetró en el santuario una vez para siempre, no presentando sangre de machos cabríos sino su propia sangre” (9,11 -13); Así, por ejemplo, se puede citar a este respecto el Concilio de Florencia en el Decreto para los Jacobitas:
“Firmemente cree, profesa y enseña que las legalidades del Antiguo Testamento, o sea, de la Ley de Moisés, que se dividen en ceremonias, objetos sagrados, sacrificios y sacramentos, comoquiera que fueron instituidas en gracia de significar algo por venir, aunque en aquella edad eran convenientes para el culto divino, cesaron una vez venido nuestro Señor Jesucristo, quien por ellas fue significado, y empezaron los sacramentos del Nuevo Testamento.”
Pero también hay que reconocer que, en lo referente al sacrificio, entre los dos testamentos no sólo hay que ver la superación sino también la continuidad: la continuidad se manifiesta por la aplicación a la muerte de Cristo del vocabulario sacrificial del Antiguo Testamento; la superación, por la originalidad absoluta de la ofrenda de Jesús. Esta es la versión autorizada de gran teólogo bíblico X. LEÓN DUFOUR, en su Vocabulario de Teología Bíblica en cuyo prólogo destaca: “La unidad de la Biblia, dato esencial de la fe, se verifica, por tanto, al nivel concreto del lenguaje.” Valga con este motivo citar también un aparte de la carta apostólica «Sacrae Scripturae affectus» del Papa Francisco, en el centenario 16º de la muerte de san Jerónimo (30 de septiembre de 2020), que de algún modo puede resultar pertinente: “El Antiguo Testamento no debe considerarse como un vasto repertorio de citas que demuestran el cumplimiento de las profecías en la persona de Jesús de Nazaret. En cambio, más radicalmente, sólo a la luz de las “figuras” veterotestamentarias es posible comprender plenamente el significado del acontecimiento de Cristo cumplido en su muerte y resurrección. De ahí la necesidad de redescubrir, en la práctica catequética y en la predicación, así como en las discusiones teológicas, el aporte indispensable del Antiguo Testamento que debe ser leído y asimilado como alimento precioso” (cf. Ez 3,1-11; Ap 10,8-11).

Con su sacrificio en la cruz Cristo inaugura una alianza nueva en la que Él es al mismo tiempo sacerdote y víctima, el verdadero cordero pascual que quita el pecado del mundo y su muerte una muerte expiatoria absolutamente voluntaria por obediencia a la voluntad de Dios y por amor a los hombres. Así lo declara la carta a los Hebreos, texto cristiano hoy muy denostado por los teólogos reformados y aún por teólogos considerados católicos que preferirían suprimir la interpretación sacrificial de la cruz y consiguientemente de la Eucaristía, como HANS KÛNG. Así lo ha expuesto el P. Rodolfo E. DE ROUX, S.I. quien regentó por mucho tiempo la cátedra de Eucaristía en la Facultades Eclesiásticas de la Universidad Javeriana, demostrando su improcedencia bíblica. La razón o razones de estas tendencias de la modernidad, que sintetiza DE ROUX, están dadas: “por causas de diversa índole que influyen actualmente en esta posición como la calidad de convite que se quiere privilegiar en la Eucaristía y no de sacrificio, basada en la estructura ritual fundamental del “tomad y comed” de la Cena del Señor. A ello viene a añadirse el actual empeño ecuménico y más aún el influjo de notables teólogos y exégetas reformados cuya actitud de rechazo o al menos de recelo frente a una interpretación sacrificial de la eucaristía, sigue testificando hoy su finalidad, en este punto, a la herencia común de la reforma. No sobra anotar que el diálogo interreligioso no puede incluir un desarme teológico, una rendición doctrinal. A ello ha venido a sumarse últimamente, en el ámbito de la llamada Teología de la Secularización (nacida ella misma en el clima espiritual y teológico de la Reforma y no sin afinidad con la vieja oposición entre la fe y las obras), un empeño de purificación del cristianismo de todo elemento “sacralizante” o “religioso.” Finalmente, desde el contexto de cierta Teología Política, se piensa que la «cultualización sacrificial» de la cruz despoja a ésta de su radicalidad en el ámbito de la vida, especialmente en referencia al compromiso socio-político.”

Argumentan los seguidores de algunos tipos de teología política liberacionista “el desarrollo vertiginoso, desde sus orígenes hasta nuestros días, de la doctrina de la cruz, y con ella todas sus vertientes en torno a la teoría de la redención, de la justificación, de la muerte vicaria, de la necesidad del sufrimiento, etc. Rápidamente se pasó de una comprensión de la muerte de Jesús como algo ignominioso, vergonzante, humillante y despiadado, a una concepción de la muerte de Cristo como acontecimiento salvador y liberador “por nuestros pecados.”
“La cruz pasó de ser un instrumento de tortura a un signo de vida y victoria; a ser objeto de veneración, y en ocasiones se convirtió en pretexto ideológico para justificar el dolorismo y hasta la dominación.”

Entonces, asumiendo los presupuestos acabados de mencionar, entendemos perfectamente la tendencia de la teología moderna por hacer a un lado la esencia sacrificial de la eucaristía y sobre todo la diligencia y aplicación que manifiesta por elaborar todo un entramado argumentativo para lograr este objetivo, el cual resulta además atrayente, en estos tiempos, por su snobismo y por aparejar -como se acaba de anotar- una repulsa a la idea de cruz y de sacrificio de todo orden. Es un hecho que las teologías políticas traen entre sus postulados la oposición a la kenosis de Jesús en su pasión, o sea en su «anonadamiento» o «abajamiento», tal como lo expone san Pablo en la carta a los Filipenses, porque lo consideran contrario a la radicalidad del compromiso político. De allí -dicen- se origina una magnificación de la humillación y de la opresión de las clases marginales y a sublimar esta dominación en los dolores y en el anonadamiento de Cristo como algo digno de soportarse. Encuentra también justificación esta deriva -ya se expresó- en el acercamiento a la comunión ecuménica, especialmente con las confesiones nacidas de la Reforma protestante, y, desde luego porque la predicación de la cruz no favorece cierta convocatoria pacifista -«irenista»- para que el anuncio cristiano logre penetrar en las masas descristianizadas y atraerlas, sin tener que sacrificarse, es decir, sin asumir mayores compromisos morales de renunciamiento y de compunción interior, como le gusta al mundo, comoquiera que la predicación de esta forma ascética reprueba por ser muy intimista e individual, como sentimiento habitual de contrición y de negación de sí, y ajena entonces a la promoción social y a la condena profética que debe denunciar cualquier forma de opresión y de injusticia estructural en la sociedad.

Pero lo que los reformados, que han introducido este sentir, y desde luego quienes los siguen dentro del campo católico, han olvidado, o callan y omiten de manera soterrada enfatizando sólo el carácter «convival» de la eucaristía, es que en sus orígenes la Cena del Señor fue, ciertamente, eso una cena, una comida, un convite, según las narraciones evangélicas, especialmente de san Lucas y de san Pablo en la 1ª carta a los corintios, pero en esta Cena, que tiene lugar en la tarde del jueves -la víspera de su pasión- lo que se anticipa es precisamente su oblación, el ofrecimiento libre de sí mismo -hasta la muerte- porque la entrega para ser íntegra ha de incluir la muerte. Y así se consigna de manera explícita en las narraciones de la institución de la eucaristía, cuando al ofrecer el pan y el cáliz en comunión a sus discípulos, tal ofrecimiento está precedido de esta premonición: “Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros” y “Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre; haced esto cuantas veces bebiereis, en memoria mía. Porque cuantas veces coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga” (1ª Cor, 11, 24). De este modo la Iglesia nos hace repetir en la liturgia, en la Misa, al terminar la consagración del pan y del vino: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas. Y seguidamente, en la plegaria eucarística IV, se consigna: ”Por eso, Señor, al celebrar el memorial de nuestra redención, recordamos la muerte de Cristo…y mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos tu cuerpo y sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo.” La muerte del Señor no fue un juguete del destino, un acontecimiento fortuito y del azar…

En estos textos hay que destacar que la oblación, la entrega sacramental anticipada que hace el Señor, no sólo acontece en un contexto pascual, que recuerda el sacrificio del cordero pascual, sino que está mediada por el anuncio de su verdadera pascua, es decir de su paso de este mundo al Padre. Así lo consigna san Lucas cuando advierte que puesto a la mesa con los apóstoles les dijo: ”Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer; porque os digo que ya no volveré a comerla hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios” (LC, 22,14 – 17).

Con razón conviene precisar -como lo hace JUNGMANN- que la narración de la institución de la Eucaristía, como ya se dejó dicho, que la idea de Cristo, el verdadero cordero pascual se encuentra expresada en el evangelio de Juan 19,36., por la misma razón, es decir, para poner de relieve que Cristo es el pascha nostrum, nuestra Pascua. San Juan parece tener especial interés en demostrar que Jesús murió el mismo día en que los del sanedrín comían el cordero pascual (Jn 18,28), sea en la «parasceve» o (preparación) de la Pascua (Jn 19,14). Con lo que se comprueba que en el marco pascual de la comida de despedida, celebrada en vísperas de su pasión (Mat 26,2; Jn 11,55ss) se establece una relación intencionada y precisa entre la muerte de Cristo y el sacrificio del cordero pascual.

Todos estas referencias dan perfecta cuenta que la eucaristía es siempre sacrificial porque es memorial y celebración del sacrificio de la cruz, el sacrificio de la nueva alianza, sellada con la sangre de Cristo y rubricada también en el banquete de su cuerpo. Ahora, como concluye el Padre SCHÖKEL, si bien la muerte del Señor no sigue el ritual del culto del A.T., no tuvo lugar en el templo sino en la colina de los ajusticiados, no en el altar sino en la cruz, que no obstante rechazar de manera categórica los sacrificios humanos, incluido el de Isaac, la plena aceptación del designio del Padre, hasta la muerte, hasta la muerte en cruz, es sacrificial en sentido profundo, y ha abolido con creces los sacrificios precedentes. No es difícil entroncar los textos del salmo 40 que cita y comenta la carta a los Hebreos 10, 5-10: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas; en cambio me abriste el oído; no pides holocaustos ni sacrificios expiatorios; entonces yo digo: «Aquí estoy» porque está escrito en el libro que cumpla tu voluntad. Dios mío, lo quiero llevo tu ley en las entrañas”, con el sacrificio de Abrán con la conocida advertencia de Samuel a Saúl, 1 Sm 15,22: «Obedecer vale más que un sacrificio; ser dócil más que grasa de carneros». La diferencia consiste en que en el salmo 40 no compara o, si lo hace, es para afirmar el sentido profundo de unas prácticas desvirtuadas.

Antes, en los años cuarenta, desde su prisión de Flossenburg, el también luterano Dietrich BONHOEFFER había escrito alusiones similares sobre lo que él llamó la “Gracia barata,” que apuntan al mismo objeto previsto por MOLTMANN, aludiendo a un cristianismo diluido y «descafeinado» como dicen hoy, el cual se ha hecho consistir, según el mártir luterano sacrificado por la SS en 1945: “en la predicación del perdón sin arrepentimiento, del bautismo sin disciplina eclesiástica, de la eucaristía sin confesión de los pecados, de la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado…la justificación del pecado y no del pecador…Pero la gracia tiene que ser «cara» porque lo que le ha costado caro a Dios no puede resultarnos barato a nosotros…”Habéis sido adquiridos a gran precio.”
En años relativamente recientes se oye finalmente repetir a rajatabla, a más no poder, dentro de una predicación insistente, el tema de la misericordia divina con el fin de atraer al hombre de hoy a la salvación desterrando del anuncio cristiano las amenazas del «fuego eterno», tan reiteradas en otros tiempos, que gustaba de la recordación de los novísimos: de muerte, juicio, infierno y gloria, que no daba lugar a la amorosa y esperanzadora acogida del Padre misericordioso siempre a la espera del regreso del hijo que había huido de casa. Todo este empeño está muy bien y es siempre de alabar, tal como se recuerda en la memorable expresión del Santo Padre Juan XXIII, al inaugurar el concilio, en el lejano año de 1962: “En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo -la Iglesia- prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad,” con la cual expresión inauguraba también lo que iba a ser tendencia en la nueva táctica pastoral de una Iglesia nueva que no busca tanto condenar como acoger y dar lugar al abrazo paternal del pecador antes que al látigo castigador y justiciero. En todo momento y hoy muy especialmente la Iglesia tiene ante sí este predicado y es muy de reiterar siempre y cuando esta premonitoria no siga optando por el llamado «giro antropológico» que tanto mal ha causado porque ha abierto las compuertas para aplicar a la doctrina católica las categorías del “pensamiento moderno” con su secuela de relativismo y que en últimas ha hecho del hombre el único valor absoluto en desmedro y con menoscabo de Dios y de los valores trascendentes. Y, en segundo lugar no desprecie ni deje a un lado la perenne y siempre válida necesidad del esfuerzo y de la disciplina que cada uno tenga que imponerse por echar de sí la afección al pecado, lo que en la espiritualidad benedictina se reconoce como la «compunción del corazón» que consiste en volverse a Dios, en una conversión continua, pero removiendo antes los obstáculos que se atraviesan en el camino. La ascesis y la purificación de los pecados, el reconocimiento de los instintos egoístas que impiden seguir la voluntad de Dios, debe acompañar necesariamente toda búsqueda del Dios. Es decir un sentimiento habitual de contrición que nos hace tener a la vista lo que se llamaba el «propósito de la enmienda», como uno de los cuatro o cinco presupuestos para hacer una buena confesión. Algo considerado hoy desueto, desfasado y verdaderamente “inconfesable” si se quiere estar en los caminos de la nueva espiritualidad -si la hay- de los tiempos de la modernidad.
¿Por qué volver sobre este tópico obsoleto y superado? Porque como escribía el abad de Maredsous y gran maestro de espiritualidad, hoy beato Dom COLUMBA MARMION, O.S.B: “Algunos encuentran admirable, y lo es, lo que llaman la parte positiva de la vida espiritual, a saber: el amor, la oración, la contemplación, la unión con Dios; pero no hay que olvidar que estas solo se hallan aseguradas en un alma purificada de todo pecado y de todo hábito vicioso, y que se esfuerza por amortiguar las causas del pecado y de las imperfecciones, por vida llena de generosa vigilancia.” Porque la misericordia de Cristo no se compadece, no compagina con una gracia barata, al modo como la entendía BONHOEFFER, que no fue ningún tradicionalista ultramontano sino un reconocido teólogo de la secularización primera, quizá más radical y desmitificante que el propio Bultmann. Su énfasis pone toda una barrera intolerante que no permite trivializar el mal ni expedir un salvoconducto al pecado. Hay que revalorizar otra vez la gracia y entenderla como una «gracia cara» que es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene y corre a adquirirlo; o la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes. En fin el Reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que escandaliza y la llamada de Cristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga.
Lamentablemente no se puede pasar por alto que hoy por hoy algunos sectores laxos en la Iglesia se acercan cada vez más a las tendencias de esa gracia barata y sin esfuerzo, a la prédica en favor de una línea blanda que omite denunciar y enfrentar. Son proclives a «consensuar» con el mundo, a darle gusto, a ceder y acomodarse a su espíritu, siguiendo la llamada «prudencia del siglo» o de la carne como la llamaba san Pablo (Rom 8,7), que se podría remitir actualmente al Nuevo Orden Mundial (NOM) o a lo que se denomina como lo «políticamente correcto», desde luego en contravía del evangelio que se revierte en la advertencia de san Pablo en la carta a los romanos (12,2): “No os configuréis a semejanza de este mundo…”

La santificación es obra de Dios…
Pero, ¡atención! Que la ilación lógica del Señor va por caminos diversos a los nuestros.
Hemos insistido en el rechazo que se percibe de la cruz de Cristo. En la aversión a la negación de sí, a la mimética que advertimos en el mundo y aún en la Iglesia hacia la acogida de la penitencia y de la ascesis. Era necesario para conjurar esa tendencia perniciosa que nos invade por todas partes para huir del esfuerzo, del trabajo, de la ascesis…Débil es la vida del alma con tendencias viciosas no combatidas… Su edificio espiritual es débil y vacilante pues estaría construido sobre arena si no es constante en rehuir el pecado. Sería ilusorio pensar siquiera que Dios se nos comunicara sin que detestáramos el pecado. Y esa detestación empieza en la voluntad…Pero ello no es todo, ni tampoco lo principal sino apenas una disposición interior nuestra. La compunción del corazón es la puerta de entrada al Reino, la preparación indispensable e ineludible en la «sequela Christi», en el seguimiento de Cristo. Hay necesidad de hacer brotar de nuestro duro corazón lágrimas de arrepentimiento para que lloremos nuestros pecados, veamos, advirtamos su fealdad y así merezcamos el perdón por la misericordia de Dios. Pero entendamos que la santificación es obra de Dios, de su Santo Espíritu y no nuestra que únicamente nos disponemos a abrir las puertas, pero no podemos más. De manera que no pretendamos “santificarnos” en lugar de Dios.
• Y volviendo a la temática inicial en relación con el carácter doloroso y de duelo intenso que concurre en el viernes santo y el cual sería imposible desconocer, se argumenta, para contrarrestar, que la muerte del Señor no fue de ningún modo ni una derrota ni tampoco el término definitivo sino una muerte redentora que condujo, como debía, a la alegría pascual. La contemplación de la cruz no puede ser nunca separada de la resurrección, que es su consecuencia y su epílogo supremo. El cristiano no ha sido redimido por un muerto sino por un Resucitado de la muerte de cruz. De este modo leemos en la oración de los fieles, inserta en la Liturgia de las Horas, para la fiesta de la exaltación de la santa cruz: ”Subió al árbol santo de la cruz, destruyó el poderío de la muerte, se revistió de poder, resucitó al tercer día. ¡Cómo brilla la cruz santa! De ella colgó el cuerpo del Señor y desde ella derramó Cristo aquella sangre que ha sanado nuestras herida.” Toda una epopeya, toda una glorificación de la cruz y de los sufrimientos padecidos por el Redentor que en nada refieren el vencimiento y la derrota, como podría aparecer a primera vista, si se entiende –como lo expresa un prefacio de la Pasión- que: “Por la Pasión salvadora de tu Hijo la humanidad entera fue capaz de glorificarte, porque en la fuerza inefable de la cruz se manifestó el juicio del mundo y el poder de Cristo crucificado.

• De esta manera la referencia al «poder de las tinieblas» y a «vuestra hora” términos de que habla el Señor en el evangelio (Lucas 22,53) refiriéndose los momentos terribles de su pasión y a la «hora» de quienes fraguaron su muerte, es apenas un logro pasajero del «príncipe de este mundo» que sólo aconteció «para que se cumplieran las Escrituras que dicen que había de suceder así» (Mt 26,51). El viernes santo con todo su complejo de dolor, de luto y de abatimiento es transitorio porque el peregrinar de Jesús por este mundo fue de este carácter, pasajero, en cambio su glorificación es definitiva. Con su resurrección reasumió su gloria, junto al Padre, venció definitivamente la muerte, ya no muere más. Su padecimiento, fue sin embargo, un padecimiento real que le atormentó el espíritu “al punto de morir” (Mt. 26,37). Quedan, por eso, sus llagas que quiso reservarse en su cuerpo glorificado para recordar al mundo las secuelas de su pasión y de su muerte…
• El cumplimiento de las Escrituras es una condicio sine qua non para acceder a la glorificación. Este sentimiento es al mismo tiempo una explicación que la Iglesia quiere transmitir a sus hijos para decirles que no hay lugar a permanecer en ese trance de dolor y de muerte -es decir, en el viernes santo- para hacer de él un sino trágico, definitivo y permanente, a la manera, como ya se dijo, fue la mentalidad imperante y que marcó los sentimientos cristianos de épocas pasadas que se han rotulado de oscuras y “doloristas.” Sin embargo y, de todas maneras en cualquier caso, la realidad es que la Iglesia en el Viernes Santo, a pesar de vislumbrar la victoria de Cristo en su resurrección, no renuncia a vestirse de luto y a hacer que sus hijos sientan, se conduelan y expresen esos mismos sentimientos para que el dolor y la confusión que significó la pasión y la muerte de su esposo puedan fijarse en el reconocimiento de la magnitud del pecado y en la malicia de la humanidad pecadora que dio lugar a esa muerte.
• El arraigo devoto a la pasión de Cristo
Por lo demás la devoción a la pasión de Cristo está fuertemente arraigada en la piedad cristiana, sobre todo en la piedad popular. Se practicaba ya en la Iglesia primitiva, e incluso se encuentra en los escritos del Nuevo Testamento. La peregrina Egeria, describiendo las ceremonias del viernes santo en Jerusalén el año 400 de nuestra era, nos ha dejado un relato vivaz y conmovedor de la reacción de los fieles ante las lecturas de la pasión. «Es impresionante ver cómo la gente se conmueve con estas lecturas, y cómo hacen duelo. Difícilmente podréis creer que todos ellos, viejos y jóvenes, lloren durante esas tres horas, pensando en lo mucho que el Señor sufrió por nosotros».

• EL SIMBOLISMO DE LA LITURGIA DEL VIERNES SANTO.
En la cruz se establece Cristo como “YO SOY”.
Mirada bajo este aspecto, la crucifixión y, en general la pasión de Cristo, no reviste ya un aspecto doloroso y derrotista sino que es, a la vez, el comienzo de su glorificación. Así lo consigna el evangelista San Juan, autor del texto que hoy se lee, cuando dijo: “Cuando hayáis elevado al Hijo del hombre, entonces, sabréis que yo soy” (Jn.8, 28). Esa fórmula del “yo soy,” que se repite muchas veces en este evangelio (versículos 24 y 58 del mismo capítulo 8 y en 13,19), se inspira en el profeta Isaías 43,10 y 45,18; aparece también en el libro del Deuteronomio 32,39, y es un texto que alude al Nombre divino revelado a Moisés, según el libro del Éxodo 23.14. Y también el anuncio profético de Jesús: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”(Jn.12,32), deja patente que la “elevación” de Cristo -entre el cielo y la tierra- es el comienzo de su victoria: desde la cruz, como un imán divino, ejercerá una influencia universal, todo lo atraerá hacia Sí.

JESUS, como la nueva «serpiente de bronce»…
Jesús será allí la nueva «serpiente de bronce», que levantó primeramente Moisés en el desierto para sanar a los israelitas que se veían morir mordidos por las serpientes (Num.21,8). Jesús se hizo a sí mismo «serpiente» -así lo designa san Ambrosio- para librarnos de la antigua serpiente por cuya envidia, la muerte se introdujo en el mundo y así lo consigna san Juan en su evangelio (3,14). En fin, se hizo muerte para librarnos de la muerte. Por eso su elevación sobre la cruz es ya el preludio de la victoria, es la esencia del Misterio Pascual: proceso de muerte y de glorificación. Del seno del sepulcro brota la vida, vida que de la tierra se eleva, asciende, hasta el cielo.

El memorial -anámnesis- en la Liturgia.
• La liturgia que es actualización recreadora y rememorante -en el tiempo- de los acontecimientos de la salvación, se esfuerza, sirviéndose de su simbología, para que los fieles hagan memoria y lleguen a revivir dichos acontecimientos, incluidos los más sombríos y dolorosos, como lo fueron la pasión y la muerte redentora del Señor. Es lo que recoge la exclamación que sigue a la consagración: “cada vez que se celebra este misterio se conmemora la muerte del Señor hasta que vuelva.” Todo lo cual no significa que la función de la liturgia se asimile a la producción de una obra de teatro que rememora (recuerda), evoca un suceso, un acontecimiento pasado, o una persona, al modo de la recordación de un evento histórico cualquiera, sin que este mismo recuerdo revista ningún otro compromiso trascendente que la haga eficazmente actual. Por el contrario, hay que hacer entender que el memorial litúrgico (anamnesis) que tiene un sentido polisémico, es decir, diverso, versátil, diríamos hoy, porque es también eso, un recuerdo, una evocación de un suceso del pasado, pero que en su peculiaridad va mucho más allá del proceso introvertido con que recordamos el suceso pasado o la persona. La conmemoración como anamnesis no se queda en el mero “acordarse” en el solo “traer a la memoria” el acontecimiento como sería, por ejemplo, la conmemoración del bicentenario de la independencia, o de la muerte de un prócer, sino -como ya quedó dicho- es sí recordar, evocar pero esa recordación y evocación realiza su “actualización.” No sobra, pues, repetir reiteradamente que en la teología católica la palabra griega “anamnesis” -considerado el sustrato bíblico del término- es un traer al presente, celebrar una memoria pero actualizándola de manera eficaz porque esa eficacia significa hacer presente la gracia del acontecimiento. Leía precisamente en una catequesis de estos días santos que por tal razón hay que explicar a los fieles –respecto de las representaciones sagradas- la profunda diferencia que hay entre una «representación» que es mímesis, y la «acción litúrgica», que es anámnesis, que es presencia «mistérica» del acontecimiento salvífico de la Pasión.
• Esto es lo que expresa la palabra “conmemoración.” De hecho, cuando Cristo celebró la Cena con los discípulos estaba realizando un memorial y al cambiar de sentido, por su Palabra, los gestos de aquel rito, quiso que los discípulos lo repitieran precisamente en el sentido que Él les había dado; Jesús les mandó repetir aquello como memorial suyo: «Haced esto en conmemoración mía» (en griego: eis ten emen anamnesin Lc 22, 19). El acto más sublime de la historia de Cristo fue su muerte. […] pues, la muerte fue el momento supremo por el que vivió Cristo: “Ahora mi alma se ha turbado; y ¿qué diré? Padre, sálvame de esta hora. Más para esto vine a esta hora”(Jn 12.27) y en otro lugar: “Yo para esto he nacido y para esto he venido: para dar testimonio de la verdad” (Jn. 18,17). Cristo, pues, no se sustrajo a su martirio, a su sacrificio, no previó escapar de él…Su sacrificio fue precisamente lo único por lo que él mostró deseo de que lo recordásemos. No pidió que se consignasen por escrito sus palabras en la Escritura; no pidió que se recordase en la historia su bondad para con los pobres; pero sí pidió que los hombres recordasen su muerte. Y para que su recuerdo no fuese una narración arbitraria por parte de los hombres, instituyó él mismo el modo concreto como había de ser conmemorada. Por eso esta jornada que se revistió de negros nubarrones y que impactó hasta la propia naturaleza al producir la conmoción de los elementos, como narran los sinópticos (Mt 27,51; Mc 15, 38; Lc 23,44), tuvo en su acontecer primero la finalidad de hacer que la humanidad no se desentendiera del acontecimiento más trágico que haya signado la cristiandad; pero también que las trompetas que anunciaron la gloria de la Pascua no silenciaran el dolor y la muerte, menos aún no pasaran por alto el precio que costó el rescate del pecado que desencadenó la muerte en la cruz, la más afrentosa que haya padecido un ser humano, precedida, además, de un juicio infame. De hecho en Cristo se ha cumplido todo lo escrito en la ley de Moisés, en los profetas, en los salmos, tal como reza la liturgia (Cf., antífonas 1ªs vísperas, Dom.III Pascua, ciclo B).

El rechazo de la cruz: un peligro de la «mundanización» en la Iglesia.
• Resumiendo podemos afirmar que en últimas esta puede ser la razón por la cual al viernes santo no se le puede despojar de su aspecto doloroso y sombrío con argumentos alegres, ligeros para destacar, por supuesto con la mejor intención, que lo que hay que pregonar y celebrar son los «alleluias pascuales», haciendo en cambio tabula rasa de los sucesos de la pasión y de la muerte del Señor, o al menos olvidándolos por momentos. Cierto, Cristo no se quedó en el sepulcro. La muerte, el pecado y el diablo autor de estos acontecimientos, fueron derrotados de una vez para siempre, incluso desde la cruz. Pero la actuación dolorosa también hay que decirla, repetirla y “conmemorarla” y no sucumbir de forma tan simplista a esos aires de gloria sin contar sus antecedentes necesarios de la pasión y de la cruz. Recientemente leía un artículo muy interesante del dominico colombiano Fr. Nelson MEDINA, que de algún modo refiere esa tendencia del hoy de la Iglesia y que él rotulaba como de su “mundanización. Pues bien, una de las señales de esa preocupante “mundanización,” es la de: “Ocultar sistemáticamente lo que concierne al sacrificio redentor de Cristo. Y por ello: disminuir o hacer desaparecer términos como cruz, sangre, sacrificio, sacramentos, abnegación, valor incomparable del martirio.”
También, en el fondo de toda esta línea teológica, -lo observa, a su turno el jesuita Rodolfo de Roux, al tratar de la Eucaristía-, como ya se ha citado, la tendencia de los tiempos recientes es a minusvalorar, cuando no a ignorar la dimensión sacrificial de este sacramento para solo destacar su aspecto de banquete y acercarse así a la convivencia ecuménica con los hermanos de la Reforma protestante. Sin embargo, “Gloria y cruz en Jesucristo van de la mano y no pueden separarse; porque cuando se abandona la cruz, aunque nos introduzcamos en el esplendor deslumbrante de la gloria, nos engañaremos, ya que eso no será la gloria de Dios, sino la mofa del “adversario”, ha predicado el Papa Francisco, en la homilía de la fiesta de san Pedro y san Pablo del año 2018. Jesús en el Tabor anticipó esto a los discípulos, por segunda vez, pasados los momentos de euforia de la Transfiguración: “El Hijo del hombre ha de ser entregado en manos de los hombres, y le darán muerte…”(Mt 17,22) Por lo demás –como bien apuntaba la monja benedictina Emiliana LÖHR, autora de un texto de meditaciones, El Año Litúrgico, anterior a la reforma litúrgica del concilio, sin embargo, muy actual en sus contenidos, comentando los aspectos dolorosos en la liturgia del viernes santo: “No estamos todavía en Pascua. La Iglesia se encuentra aún en el camino que lleva a la muerte. Hoy ve a esta –a la muerte- con todo su espanto, como consecuencia que es del pecado; no la ve como muerte saludable, como manantial de vida: por eso está llena de «tristeza penitente». El Señor ha sido muerto y sepultado, le ha sido arrebatado el esposo de su vida. No puede celebrar los misterios de la vida teniéndolo tan lejos. Precisa tener vivo y presente al sumo y eterno Sacerdote para poder ofrecer el sacrificio por Él y en Él. Hoy solo puede contemplarlo muerto y llorar a la vista de su cruz y sepultura; ha de reconocer la culpa humana y, al igual que el buen ladrón, implorar la misericordia”.
• En este viernes de dolor la certeza de la resurrección no se vislumbra por entre estas sombras de muerte más que como una luz lejana y sabiendo lo que hace, la Iglesia fija su mirada más en las sombras que en la luz. Jesús es hoy contemplado, casi exclusivamente, como el «siervo sufriente», delineado de manera tan patética por el profeta Isaías: “Aniquilado y desangrado en la flagelación. Ahí, blasfemado, injuriado, insultado en la cruz. Ahí, clavado manos y pies en el madero ignominioso de la cruz. Ahí, con el costado sangrando por culpa de esa lanza cruel. Ahí, acostado en la cruz, el cielo cerrado sin la voz de su Padre y una noche oscura interior terrible”. En esta misma dirección han consignado los liturgistas más autorizados el sentido teológico y espiritual del Viernes Santo. Veamos unas pocas fuentes consultadas en orden a establecer las razones que asistieron a la Iglesia para disponer que no se celebrara la Eucaristía el viernes santo:
• En principio y de forma general, dan siempre como explicación justificativa “un justo motivo de luto,” como lo advierte Monseñor Mario RIGHETI, en su densa y muy leída Historia de la Liturgia.
• En una carta circular de los monjes cistercienses suizos del año 2004, que se hace eco de tal connotación luctuosa, asociada al viernes santo, luego de reseñar la ausencia de la celebración de los santos misterios, anota el abad cistercience que en lengua alemana Karfreitag –viernes santo- significa precisamente “Viernes de la Tristeza.”
• El liturgista Pius PARSCHER, arriba citado, advierte que la omisión del sacrificio eucarístico se debe a que hoy: “Nuestro Pontífice ofreció, sobre el altar de la cruz, su sacrificio cruento”.
• También la monja benedictina Emiliana LÖRH, acabada de citar, adoba y complementa todavía con tono de suma gravedad la connotación de dolorosa tristeza y penitencia que distingue el viernes santo, para explicar de qué manera la ausencia de la celebración eucarística corrobora estos sentimientos: “Es que en tal día -como hoy- la boca de un hombre besó traidoramente al Dios humanado. En este día labios escupieron, calumniaron, insultaron, negaron al Señor y cabeza de todos los hombres, como también manos humanas robaron su belleza y figura al Creador de toda criatura al Hacedor de todos los hombres”… ¿Podrá decirse una palabra que explique más por qué la Madre Iglesia invita con instancias a sus fieles a compartir el dolor del Señor, a soportar con Él una misma penitencia, a vestirse hoy de luto riguroso para llorar y ponderar el peso del pecado y para sentir la muerte de Dios como si fuese suya toda su culpa?

LOS COMPONENTES DE LA SOLEMNE LITURGIA DEL VIERNES SANTO.
Explicada la preocupación que suscita la omisión de la celebración eucarística en este viernes, pasamos a establecer el contexto que enmarca la solemne liturgia del Viernes Santo en todas sus partes que consta de tres (3) a saber: 1. Las Lecciones o Liturgia de la Palabra, con su correspondiente oración de los fieles u oración universal; 2. La adoración de la Santa Cruz; 3. La Comunión Eucarística.
En el desarrollo de todo el complejo litúrgico de este día la Iglesia despliega todo su simbolismo en torno al luto, a la desolación y al abatimiento que la embargan. Recogida en estos sentimientos procede a la meditación de la Pasión y a la adoración de la santa cruz para resaltar su origen del costado de Cristo, que reposa sobre la cruz e intercede por la salvación de todo el mundo.
Para recabar y dar fundamento a la atmósfera espiritual de dolor y penitencia se apoya también en el mandamiento del AYUNO y de la ABSTINENCIA, igual que lo dispuso en el inicio del período cuaresmal, el miércoles de ceniza. Esta observancia penitencial pone de presente la disciplina ascética de la Iglesia a la cual nunca ha renunciado con la cual dispone un corazón purificado para las celebraciones pascuales como quiera que «el ayuno corporal refrena nuestras pasiones, eleva nuestro espíritu y nos da fuerza y recompensa», como bien lo expresa uno de los prefacios del tiempo de cuaresma.
¿Cómo es el proceso que desarrolla el rito sagrado del Viernes Santo “in parasceve” o de la Feria Sexta in Passione Domini?
• Se inicia la gran celebración con la entrada, en profundo silencio, de los celebrantes que, luego de haber reverenciado el altar, se postrarán en el suelo. Esta postración (proskinesis) quiere transmitir, como acto de máxima expresión simbólica, el de tenderse en el pavimento para significar la máxima impotencia, el abatimiento y la desolación de la humanidad ante la condena, la pasión y la muerte del Redentor.
Luego de la plegaria silenciosa de toda la asamblea, en seguida el celebrante reza la oración inicial que refiere a la pasión de Cristo para destrucción del primer pecado del hombre viejo y el consiguiente revestimiento del hombre nuevo que alcanza el Señor con su pasión.

La «Proskinesis» en el Viernes Santo.
Conviene llamar la atención sobre la acción simbólica de la postración, a que se ha aludido, que en griego se llamaba Proskinesis, por analogía con la postración que se hacía ante el emperador. Un simbolismo magnífico, hoy lamentablemente perdido en la liturgia de occidente, al que se lo señala de “extraño” y hasta fuera de lugar, para suprimirlo u omitirlo, como en efecto, viene sucediendo, en las celebraciones modernas. En su defecto se sugiere reemplazarlo por una simple genuflexión que nada dice de la magnificencia del simbolismo. Valga decir que aquello de que la postración sería hoy un «rito extraño y desueto» no es ni cierto ni real, o, por lo menos no respalda la “rareza” de que se pretende revestir para desterrarlo de la liturgia. Lo mismo se podría decir de otras actitudes y de otros elementos de la liturgia como los brazos en alto o las manos juntas para la oración, o el uso del incienso, del agua bendita o de los cirios cuando hace tanto tiempo que la gente usa multitud de sahumerios y aromatizantes, distintos del incienso, y ya nadie se alumbra con velas…No se entiende -como debiera- que los ritos contienen mucho simbolismo; que el lenguaje de los símbolos y el lenguaje gestual es infinitivamente más rico que el lenguaje verbal como quiera que ellos hablan por sí mismos y, en definitiva, dicen más que cualquier otro indicativo. Es un lenguaje más intuitivo y como tal permite entrar en contacto más fácil con lo inaccesible, en este caso con el misterio de la acción de Dios y de la presencia de Cristo. El llamado “significante” -la cosa que se ve e impresiona los sentidos- concentra mucho sentido que el receptor traduce y entiende porque impacta de inmediato sus sentidos. Jamás esta postura de anonadamiento tendría mayor fuerza que hoy y diría más a un mundo que ha perdido la vergüenza, como lo ha expresado recientemente el Papa Francisco. Anteriormente, cuando el obispo presidía la ceremonia del viernes santo, marchaba descalzo y se postraba físicamente ante el altar, actitud que indudablemente hablaba por sí misma y llamaba a despertar entre los fieles iguales sentimientos de admiración y de piedad. El Papa Benedicto XVI durante su pontificado cumplió siempre con este ceremonial.
A pesar de los intentos por dejar de lado la postración, la instrucción PASCHALIS SOLEMNITATIS, que establece la normativa para la preparación y celebración de la Semana Santa, de manera muy laudable, la ha conservado. No la ha abrogado como se hubiera pensado y como de hecho acontece en la práctica hoy por hoy en casi todos los templos. Así se puede leer en el numeral 65 de la misma: “El sacerdote y los ministros se dirigen en silencio al altar sin canto alguno. Si hay que decir algunas palabras de introducción, debe hacerse antes de la entrada de los ministros”.
El sacerdote y los ministros, hecha la debida reverencia al altar, se postran rostro en tierra; esta postración, que es un rito propio de este día, se ha de conservar diligentemente por cuanto significa tanto la humillación «del hombre terreno» (68), cuanto la tristeza y el dolor de la Iglesia.
Los fieles durante el ingreso de los ministros están de pie, y después se arrodillan y oran en silencio·.

LECCIONES y ORACIÓN UNIVERSAL.
Vienen luego las lecciones del Antiguo y del Nuevo Testamento que culminan con el evangelio -pasión- en la versión de san Juan. La elección de este evangelio no ha sido una elección indistinta y al azar. El evangelio de Juan es de corte teológico, pues, mientras los otros evangelios -los sinópticos- refieren, con preferencia, el aspecto humano de la Pasión, san Juan nos presenta al Salvador sufriendo como Dios, como Rey, lo que tiene una incidencia teológica de fondo. Recordemos lo que significan, por ejemplo, las perícopas joánicas del «Yo soy» (Jn 8,24 y 28; 9,58 y 13,19) inspiradas en el Antiguo Testamento: los libros del Éxodo, del Deuteronomio y del profeta Isaías que se revierten y se cumplen en el Nuevo. Por eso la lectura de este evangelio al que debe seguir una homilía breve, concreta, bien dispuesta y preparada, constituye el centro de la liturgia de la palabra en la solemnidad del día.
La Liturgia de la Palabra concluye con una solemne Oración Universal por las necesidades generales de los cristianos. Este es el orden de las oraciones: se ruega por la Santa Iglesia, por el Papa, por los catecúmenos, por las distintas clases de cristianos seglares, por los judíos, por los que no creen en Dios o en Cristo y por los gobernantes. Hoy es el día en que la oración Universal cobra un carácter especial, muy distinto de la forma cotidiana. Es la ocasión en la que, como dice el Misal, los fieles al responder ejercen su oficio sacerdotal, al implorar por la humanidad entera.

La ADORACIÓN DE LA SANTA CRUZ.
Una segunda parte de esta acción litúrgica la constituye la piadosa adoración de la santa cruz. Junto con la lectura de la Pasión y de la Oración Universal, la adoración de la Cruz ocupa hoy un hoy lugar culminante.
La cruz es llevada solemnemente por el sacerdote o por el diácono y los ministros acompañan con velas encendidas. En el camino hacia el altar se hacen tres estaciones, la primera cerca de la entrada, la segunda en el medio de la iglesia y la tercera junto al presbiterio. En cada una de ellas el sacerdote o diácono que lleva la cruz se detiene, la eleva y canta o dice: «Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo»; sigue la respuesta y adoración de la cruz como en la primera fórmula. Se coloca luego la cruz junto al presbiterio en posición adecuada para que todos los fieles puedan acercarse y adorarla mediante una genuflexión o un beso.
Con este motivo, lo ideal es que cada uno de los miembros de la asamblea tenga la oportunidad de hacer su homenaje personal al Salvador crucificado. Con el sencillo gesto de besar la cruz, la piedad popular se expresa espontáneamente y de modo conmovedor. Este gesto presta además a la sombría y majestuosa liturgia del viernes santo un detalle tierno y personal. También el gesto de besar la cruz tiene una larga historia; los cristianos de Jerusalén usaban el beso como acto de adoración a la cruz el viernes santo ya desde el siglo IV.
Mientras los fieles se acercan para adorar la cruz se cantan antífonas, himnos y otras composiciones adecuadas. Hay algunas muy antiguas que, incluso traducidas, impresionan por su belleza y profundidad.

COMUNIÓN – «MISA DE LO PRESANTIFICADO».
Según se ha repetido, al no celebrarse en este día los sagrados misterios y al no querer los primeros cristianos dejar la comunión, desde muy antigua épocas, en la misa del jueves santo se consagraban varios panes que habían de servir para el día siguiente.” El dato lo leemos en Pius PASCHER, en su obra El año litúrgico.
De este modo la eucaristía sólo se distribuye a los fieles durante la celebración de la Pasión con las formas consagradas el Jueves Santo, en la Misa «in coena Domini», por lo que se ha llamado a esta acción litúrgica de manera un tanto impropia: «misa de lo presantificado», (de los términos griegos ή των προηγιασμένων λειτουργία) para significar que se comulga con el pan consagrado con anterioridad.
Así las cosas hay que precisar y concluir que el viernes santo está privado definitivamente de la celebración de la santa misa, si se entiende bien que el centro de la eucaristía lo constituye la consagración, cosa que obviamente no ocurre hoy ya que el rito de la comunión de fieles y celebrantes y que constituye la tercera parte de la acción litúrgica de hoy, se toma solamente a partir de la oración dominical, del Pater noster, con su monición ordinaria: “fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir: “Padre Nuestro…”Terminado éste el celebrante prosigue: “Líbranos, Señor, de todos los males., etc, para proseguir con el rito de la comunión.
En este orden de ideas, en realidad de verdad el viernes santo podría asimilarse a un día “alitúrgico,” si por liturgia, se entiende, como en la Iglesia oriental, la celebración eucarística. En cierto sentido se podría aplicar a esta situación lo que escribió en los primeros tiempos de la cristiandad el Papa Inocencio I al obispo Decensio de Gubbio, con motivo del ayuno del sábado: “Todos sabemos que los apóstoles estuvieron acongojados y apenados y se mantuvieron ocultos por temor a los judíos durante aquellos días (viernes y sábado), y es indudable que debieron ayunar con sumo rigor en los dos días citados; tanto que la tradición de la Iglesia nos hace saber que en estos días (viernes y sábado santos) ni siquiera debían celebrarse los Misterios”.


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