Sobre la valoración de lo sagrado en tiempos de cuarentena

Por: Carlos Leonardo Godoy González (Seminarista 3 etapa configuradora- Colombia) 

Recuerdo hace algunos años, exactamente en la celebración de un domingo de ramos que el sacerdote dijo al iniciar su homilía: “Y otra vez Semana Santa… lo mismo del año pasado”. Efectivamente, así era. Cada año, miles de fieles católicos y de otras denominaciones cristianas celebran el gran misterio de Cristo, el acontecimiento que se convirtió en el centro de la fe los cristianos. Recuerdo también que en otro momento de su homilía el párroco afirmaba que esa Semana Santa no iba a ser la misma, pero que eso iba a depender de cada uno de los fieles, de su actitud y disposición frente a los momentos que se iban a celebrar durante la semana. En lo personal pensaba que también son muchas las cosas y momentos que vivimos año tras año, a veces sin sentido o solo por cumplir. Celebramos nuestros cumpleaños, las fiestas patrias, los días festivos, la Navidad, entre otras tantas celebraciones. Cada año es una oportunidad de hacer que esas celebraciones sean mejores. ¿Por qué no esforzarnos por lograr de cada celebración algo distinto, pleno, lleno de vida y de sentido?

El eco de esas palabras llega hasta mis oídos y mi mente en este momento de incertidumbre y crisis que estamos viviendo como humanidad. Es que efectiva y definitivamente esta Semana Santa 2020 no será la misma. No precisamente porque dependa de cada cristiano o cada fiel, sino porque esta coyuntura que vivimos ha decidido por nosotros, ha establecido vivir el encuentro con el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo de una manera radicalmente distinta, inédita. Nunca, en la historia reciente de la Iglesia se ha vivido una situación similar. Esta Semana Santa quedará marcada para la posteridad como aquella que nos correspondió vivirla sin la presencia física de los fieles, con los templos vacíos, sin las tradicionales procesiones, sin la alegría de los cantos de alabanza y de gloria del pueblo el Domingo de Ramos al conmemorar la entrada del Señor a Jerusalén. La imponente y hermosa celebración de la Cena del Señor con el lavatorio de los pies y sus tres acontecimientos centrales: la institución de la Eucaristía, la institución del sacerdocio y el mandamiento del amor. Durante esa misma tarde de Jueves Santo el Señor no se verá tan acompañado en la adoración eucarística prolongada que tradicionalmente se hace hasta la noche. El Viernes Santo el pueblo no caminará con fervor encendido y meditativo al lado del Señor en el viacrucis; sentiremos la ausencia en el momento humilde, silencioso y contemplativo de la Adoración a la Cruz y las benditas palabras de Jesús en la cruz no serán oídas de manera presencial. La Noche Santa por excelencia, la celebración más importante de todo el año litúrgico no estará inundada por ese río de luces encendidas del fuego nuevo; el imponente y sublime Pregón Pascual no podrá ser acompañado por el coro de los fieles ni mucho menos acompañado por esas luces en lo alto de la humanidad de los asistentes. Esa noche, la mejor de todas no estará acompañada por la fuerza del canto de tantos coros que con la alegría de la pascua elevan sus voces al cielo para alabar la grandeza del Señor, su victoria sobre la muerte, su verdadera y más plena presencia en medio de nosotros, porque la muerte no tiene ya poder sobre Él. La mañana del Domingo de Pascua será testigo de un mundo que se levanta con el Señor resucitado en sus corazones pero de una manera distinta, en el calor de sus hogares, en el amor de sus familias, tal vez con el deseo intenso de querer que la próxima Semana Santa llegue pronto para recuperar aquello que consciente o inconscientemente hemos perdido, o hemos dejado de valorar.

Pero, ¿qué es eso que hemos perdido o dejado de valorar? La fuerza, vivacidad, la alegría de reunirnos como pueblo cristiano a celebrar el misterio más grande de nuestra fe. El deseo de querer vivir cada celebración como si fuera la última de nuestras vidas. La capacidad de cerrar nuestros ojos y orar, ante un mundo que en diversos escenarios niega la presencia de Dios. Mirar a ese Dios hombre en su momento más humano, allí entrando a la gran ciudad en medio del canto, de la alabanza, dispuesto a entregarse por completo, sin medida por la única razón por la que vale la pena entregarlo todo en la vida: por amor. Hemos dejado de valorar a ese hombre cercano de Nazaret que en medio de la angustia y la tristeza fue capaz de sentarse a la mesa con sus amigos, y en medio de la cena dejarnos el gesto más sencillo, humilde pero al mismo tiempo sublime y glorioso de quedarse en un pedacito de pan y en un poco de vino, porque comprendía muy bien que al hacerlo así podía asegurar que ningún hombre en el mundo se quedara sin su presencia real, pura, absoluta, plena, una manera extraordinaria de configurarse con nuestra humanidad pecadora y hacerla nueva. Convertirnos en nuevas arcas, en tabernáculos de su Cuerpo y su Sangre. A cambio de esto, ¿qué hemos hecho? Hemos participado de la Cena del Señor en cada Eucaristía sin saber lo que realmente hacemos, hemos desvirtuado, menospreciado su presencia real en el pan consagrado, desconocemos cómo puede Jesús ser tan tremendamente especial y amarnos tan exageradamente hasta el punto de querer quedarse ahí, tan simple y hermosamente saludable para nosotros. Hemos perdido el sentido simbólico del lavatorio de los pies, se nos quedó en el momento de la foto, de un simple recuerdo; no somos capaces de contemplar lo que allí acontece, la enseñanza que le puso la firma a todas las demás enseñanzas del maestro y que más tarde tendrían su sello en la cruz. Hemos perdido el sentido de la adoración, porque al no permitirle hablarnos ya no lo adoramos, sólo nos centramos en nosotros, en pedir todo el tiempo, en exigir que se cumpla nuestra voluntad, que se hagan nuestros propósitos, mientras Él, ahí presente en la noche del Jueves Santo nos invita a estar sentados a sus pies como María la de Betania, escuchándolo, acompañándolo en sus últimos momentos, profundizando que su entrega por nosotros debería convertirse en nuestra entrega por Él, en el servicio, en el anuncio, en la expansión del evangelio, en la búsqueda de la justicia, en la lucha por los más vulnerables de la sociedad, en el acompañamiento del que sufre, del que llora, del que muere lentamente en vida.
Hemos dejado de caminar con Jesús y su cruz, porque nuestros viernes santos ya no son el momento del silencio, del respeto, de la capacidad de pedir perdón por nuestro egoísmo y desidia. La indolencia e insensibilidad ante la contemplación del que sufre en la cruz son el reflejo de nuestra indiferencia ante los que sufren en nuestras ciudades y pueblos. La dictadura del ruido se ha implantado para hacerle frente a la meditación y al recogimiento. Las cantinas abren, la música espanta el ambiente silencioso, el paseo es lo primordial, las vacaciones de Semana Santa son lo que realmente cuenta. Los agüeros del Viernes Santo nos imponen la mediocridad espiritual y la superstición ciega. Así, van pasando nuestras semanas santas, tan olvidadas por algunos que se hacen tontamente llamar católicos, pero no practicantes, como si Cristo fuera ese hijo de un Dios a medias, que se goza de que lo exalten pero que no le importa la humanidad, un Dios hombre que no se acerca a los pecadores, a los pobres, a los indefensos, leprosos, muertos, enfermos, adúlteros, niños, jóvenes, ancianos.

Ni que decir del Sábado Santo, la gran noche, la más solemne de todas, la Vigilia de vigilias. “No es necesario ir porque ya estuve en el viacrucis” Terca y tontamente escuchamos afirmaciones como esta, y entonces no hay comprensión de lo que se vive y se celebra. Nos hemos quedado con un Jesús muerto, hemos anunciado su muerte pero no proclamado su resurrección. Hemos desconocido por años que nuestro Dios es un Dios de vivos y no de muertos, que Cristo ha vencido la muerte para darnos vida y libertad a nosotros. Esa noche, la más sublime de todas se ha quedado a lo largo de los años en una noche para encender cirios sin meditar lo que ello implica: la profundidad de una fe que nos debe llevar a compromisos serios, contundentes, decisiones radicales, cambios urgentes, deseos profundos de convertirnos en luz para los demás, en un mundo lleno de tiniebla y oscuridad. Llenamos botellas de agua para la liturgia bautismal porque esa agua nos servirá exactamente para todo lo contrario que debería servir. Esa agua para muchos simplemente será el agua para buscar un milagro, rociar nuestros cuerpos o nuestras casas, creer que las malas energías se irán de nuestro espíritu, cuando la riqueza y la viveza del agua bendita de esa Noche Santa nos recuerda que por el agua, hemos sido abrazados por el amor paternal de Dios, hemos sido bienvenidos a esa morada que nos acoge con alegría y ardor, la Iglesia. Esa agua es la fuente de nuestra vida bautismal, es agua de vida, es agua que nos recuerda que la única agua que puede apagar nuestras sed es el agua que nos da Cristo, agua pura, agua transparente, agua clara y sanadora: “danos de esa agua Señor”.
Nuestro canto, nuestra alabanza al Señor resucitado, se ha visto opacado por melodías extrañas a su mensaje, ajenas a su propósito, contrarias a su querer con nosotros. No cantamos a Jesús con pasión, con “gritos de júbilo”, nos avergüenza donarle nuestros labios al Espíritu para que hable en nosotros y por nosotros. Hace mucho rato que le cantamos al pecado, y con ello exaltamos la infidelidad, el sexo casual, la cosificación de la mujer, la muerte, la venganza, el odio. Nuestro canto se convirtió en una proclamación de los antivalores cristianos, sociales, familiares; mientras que las melodías para el Rey de Reyes y Señor de Señores han pasado a convertirse en algo momentáneo, efímero, simple. No cantamos a Cristo con pasión porque vivimos del qué dirán, porque vivimos en una sociedad y en un mundo de creyentes mediocres que alaban con sus labios pero su corazón está lleno de podredumbre.

Aquella Noche, la Noche Santa por excelencia, es la noche en la que todos deberíamos gritar al unísono “Cristo ha resucitado y está con nosotros”. Es la víspera para estar con Él, para esperarlo, sentirlo, vivirlo, dejarnos tocar por su presencia más viva que nunca y al día siguiente, como las mujeres del evangelio, ser testigos del acontecimiento más grande de la historia, del cumplimiento de la promesa, de la obra magna de nuestro Dios, la razón por la cual nos hacemos llamar con corazón efusivo y profunda felicidad “Cristianos”.

Queridos hermanos, con estas palabras que nacen de un corazón que busca amar más a Jesús, pero también de un hombre que siente profundamente la necesidad de que nuestros encuentros celebrativos cobren sentido y estén verdaderamente llenos de amor a nuestro Señor, quiero hacerles la invitación a que esta Semana Santa, que será para la historia y que, como decía al principio, no será la misma, la vivamos desde la intimidad de nuestros hogares, meditando a profundidad los misterios de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor. Que continuemos afirmando nuestra fe confiada en que este momento que nos separa este año para celebrar nuestra querida Semana Santa, será la oportunidad para que la próxima sea de las mejores, sea lo que realmente tiene que ser, vivida a plenitud, sin oportunismos que nos distraigan, que nos quiten el deseo de encontrarnos con el Maestro y poder decirle con infinita confianza “Yo creo Señor que has muerto por mis pecados y has resucitado para darme la verdadera vida.”

No puedo dejar de afirmar con plena confianza que aunque muchos sientan una honesta tristeza por no poder asistir a las celebraciones litúrgicas de estos días santos, es importante que estén seguros que Jesús estará con ustedes si así lo desean. Permitan que sus hogares sea el mejor espacio para celebrar el Triduo Pascual. Sigan las transmisiones de las celebraciones que con tanto cariño en muchas parroquias y centros de culto están preparando para que ustedes se sientan en plena celebración. Siéntanse inmensamente agradecidos con nuestro Señor, porque esta Semana Santa Él estará allá afuera en las calles, obrando en cada agente que se encuentre haciéndole frente a esta situación de crisis mundial. Así es hermanos, así hemos de vivir esta Semana Santa para la historia, unidos a un Jesús que vivirá una nueva pasión, muerte y resurrección en medio de los que sufren, los enfermos, los que han perdido a sus seres queridos, los que han logrado recuperarse, los doctores, enfermeros, fuerza pública… todos ellos son la mejor prueba de que la Pascua de este año cobrará su más profundo significado y su real presencia en el mundo.

El Señor permita que como Iglesia nos volvamos a congregar en la Pascua que se acerca. No olviden que aunque no haya personas en la Iglesia, hay Iglesia en las personas. Aunque, no haya procesiones por las calles, la fe de los creyentes sigue intacta y se acrecienta mucho más con la oración en familia, la lectura orante de la Palabra de Dios, las inmensas obras de caridad que esta crisis ha despertado, que son prueba de que hay procesiones de gente buena y luchadora, capaz de compartir su fe y sus obras con aquellos que más lo necesitan. Aunque, no haya confesiones hay arrepentimiento. Aunque, los ministros de la Iglesia estén confinados, ahora están más libres que nunca, queriendo llegar a su feligresía de todas las formas posibles, algunos saliendo a la calle a enfrentar la realidad con pasión y con amor, y con sus brazos siguen levantando al Rey del mundo. Aunque, las puertas de los templos estén cerradas, la Iglesia somos cada uno de nosotros, Cuerpo vivo y santo de nuestro Señor Jesucristo.
Una bendecida Semana Santa para todos. Los llevaré a cada uno de ustedes, en lo profundo de mi corazón a las celebraciones litúrgicas de este tiempo. Dios en su infinita bondad y misericordia, en estos días nos está enseñando a ser mejores y a valorar lo realmente esencial de la vida. Mi abrazo Fraterno.

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