Por Daniel Turriago Rojas

«Me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida precisamente por su opción preferencial por los pobres y por tratar de encarnarse en el interés de los pobres».
Oscar Arnulfo Romero (15.07.79)

El cristianismo en América Latina ha proclamado que Jesucristo es el Señor anunciado el reino de Dios desde hace más de 500 años, en este transcurrir histórico la Iglesia, como lo afirma Puebla, ha sido luz o sombra en testificar el evangelio.

En este devenir histórico, algunos cristianos, al ver al Cristo sufriente en los rostros de los pobres, marginados, explotados, y fundamentándose en las escrituras, denuncian la situación de injusticia y experimentan la disponibilidad de servir y sentir con ellos.

Levantan su voz frente a las estructuras de pecado e injusticia; como lo hacen: fray Bartolomé de Las Casas, fray Antonio de Valdivieso, Pedro Claver, Juan del Valle, José María Morelos, Juan Fernández de Sotomayor, Oscar Arnulfo Romero, y todos los catequistas, laicos, religiosos, sacerdotes y obispos martirizados por el anuncio del reino de Dios y su justicia.

En los albores del siglo XX nos ubicamos en un pequeño país centroamericano, de 21.040 kms2, llamado El Salvador, de gran tradición católica, donde la burguesía cafetalera concentra la propiedad de la tierra y confía el mando de la nación a los militares.

Al terminar la segunda guerra mundial, 1945, se inicia la «guerra fría»; las elites agro-exportadoras e industriales dependientes de los Estados Unidos inician una lucha contra el comunismo en defensa de los valores occidentales.

La concentración de la propiedad, la marginalidad y el desempleo motivan el surgimiento de movimientos de lucha popular que se enfrentan a los sectores ultraderechistas y paramilitares, generando una espiral de violencia en la cual se ven inmersos los cristianos al optar por la construcción de una sociedad más acorde con el reino de Dios y por acciones políticas en favor de los marginados, siendo la voz de los que no tienen voz.

A este Salvador sufriente y violento llega Oscar Arnulfo Romero como su Arzobispo un 22 de febrero de 1977, hasta cuando le es cegada su vida por un mercenario francotirador, un 24 de marzo de 1980; después de haber pronunciado, el día anterior, una homilía transmitida por la radio del arzobispado, en la cual afirma lo siguiente: «En nombre de Dios, pues y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!

En la Ciudad de Barrios departamento de San Miguel, en 1917, en el seno de una familia sencilla y trabajadora, como la mayoría de los salvadoreños, nace Oscar Arnulfo Romero y Galdames; siendo todavía niño ingresa al seminario menor claretiano y como seminarista mayor estudia en la Universidad Gregoriana de Roma. En plena segunda guerra mundial, 1942, es ordenando sacerdote.

Se le considera una persona tímida, ortodoxa en su doctrina, tradicionalista en su acción evangelizadora, aunque muy cercana a los pobres y marginados.

En 1970 es elevado al episcopado como auxiliar de San Salvador no entrando en sintonía con el progresista Arzobispo Luis Chávez y su auxiliar Arturo Rivera y Damas.

Por su capacidad intelectual y de trabajo es nombrado secretario de la Conferencia Episcopal Salvadoreña, desde donde critica a los jesuitas, acusándolos de enseñar marxismo en sus centros de enseñanza.

En 1974 es preconizado obispo de Santiago de María en Usultán, continuando con su pensamiento tradicionalista y conservador aunque se acerca más a la realidad de los pobres y a los nuevos aires de la Iglesia; así lo afirma un biógrafo: «Lo que ocurría es que su personalidad interior estaba desdoblada: en su corazón mantenía los ideales religiosos, aceptaba las directrices del Vaticano II y Medellín; pero su mente interpretaba la novedad del concilio y de Medellín desde una postura muy conservadora, con temor ante todo lo que pudiera inmiscuir a la Iglesia en la carne conflictiva y ambigua de la historia»

Siendo testigo ocular de la represión estatal en dicha diócesis, no protesta por los asesinatos llevados por la Guardia Nacional contra campesinos en su jurisdicción episcopal.

Los sectores tradicionales de la sociedad salvadoreña y el gobierno nacional, se regocijan con el nombramiento por la Santa Sede para la Arquidiócesis de El Salvador del obispo Romero, porque favorecerá sus intereses; es así como asume la sede episcopal un 22 de febrero de 1977 sin el respaldo del clero progresista salvadoreño, que considera a Mons. Romero: «un obispo muy conservador, muy influenciado por el Opus Dei, contrario -a veces con agresividad intelectual- a los sacerdotes y obispos que habían aceptado la línea de Medellín»

Los teólogos de la liberación son criticados por Mons. Romero porque elaboran una teología de tendencia racionalista, que llama a la revolución y que conduce al odio.

Con la mirada escrutadora de su clero y los teólogos de la liberación, Mons. Romero, inicia su labor episcopal bajo el lema: «sentir con la Iglesia «; en un contexto social de represión, torturas, expulsión de sacerdotes, muerte de catequistas y promotores de la palabra tildados de comunistas. Es así, como su querido amigo sacerdote, Rutilio Grande, es asesinado en el Paisnal ciudad de Aguilares, un 12 de marzo de 1977, junto con dos campesinos.

Hacia dicho lugar dirige su mirada y su acción Mons. Romero, ve en los cuerpos mutilados de Rutilio, de los campesinos, el dolor y la muerte del pueblo salvadoreño; toma conciencia del Cristo sufriente presente en los rostros de los hombres y mujeres de su pueblo y se pregunta que ha de hacer por Cristo en estas circunstancias históricas.

Comprende que como Arzobispo debe estar con su pueblo, afrontando las persecuciones a su Iglesia, exigiendo al gobierno la investigación por los asesinatos; y promete a los salvadoreños que la Iglesia estará de su lado, defendiéndolos, denunciando las injusticias, aunque cueste la sangre de sus sacerdotes.

Escucha la voz de su Iglesia y como signo de protesta ante la situación de violencia y muerte, opta por la su pensión de clases por tres días en los colegios católicos, el no participar en actos gubernamentales y la celebración de una misa única en la Catedral.

A la misa única se opone el gobierno que no quiere una concentración masiva por cuestiones de orden público; católicos que critican a Mons. Romero argumentando que se les priva de oír misa y de cumplir el precepto dominical; la negativa de la Nunciatura Apostólica que la considera no conveniente por razones canónicas.

Finalmente Mons. Romero sin temor y como Arzobispo de su diócesis define la situación afirmando: «El país está pasando por una situación excepcional y la Iglesia tiene que poner un signo excepcional de denuncia y de evangelización. Yo soy el responsable del arquidiócesis y vamos a tener la misa única»

El 20 de marzo en la plaza de la catedral se celebra la misa, se reza, se canta y se comulga. Por esta autonomía jurisdiccional y solidaria con el pueblo salvadoreño, Mons. Romero, comienza a tener dificultades con los obispos salvadoreños y con varios dicasterios romanos.

La violencia continúa, el grupo guerrillero Fuerzas Populares de Liberación secuestra al ministro de asuntos exteriores, Mauricio Borgonovo, exigiendo como canje la liberación de varios presos políticos, Mons. Romero intercede al solicitar su libertad sin ningún tipo de intercambio.

El ministro es asesinado y como retaliación secuestran y asesinan al padre Alfonso Navarro.
La guardia nacional salvadoreña se toma a Aguilares, detienen y torturan a varios campesinos, ejecutan a unas cincuenta personas junto con el sacristán.
La Iglesia la convierten en cuartel, allí va Mons. Romero y no le es permitido su ingreso, ante esta actitud, el Obispo Romero, alienta a la población, con estas palabras: «estamos con ustedes… sufrimos con quienes han sufrido tanto… Ustedes son la imagen del divino Traspasado. Nuestra palabra de solidaridad se fija también en tantos queridos muertos asesinados. Sufrimos con los que están perdidos, con los que no se sabe dónde están o los que están huyendo… estamos con los que sufren torturas. Sabemos que muchos están en sus hogares sufriendo esas dolencias, esas humillaciones… Jesucristo nos ha dicho hoy en su Evangelio que quien quiere ir en pos de él debe negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguirle… hermanos y hermanas, yo pienso que hemos mutilado el evangelio… hemos tratado de vivir un Evangelio muy cómodo, sin entregar nuestra vida. … Aquí en Aguilares, está comenzando el audaz movimiento de un evangelio más comprometido…»

El pastor comprometido en el anuncio de Jesucristo y el reino de Dios cae en cuenta que su seguimiento implica la opción por los pobres, como decían los antiguos cristianos: » la gloria de Dios es el pobre que vive».

En julio de 1977 el general Carlos Humberto Romero toma posesión como presidente, Mons. Romero no asiste a este acto; pero si lo hacen dos obispos y el Nuncio Apostólico. Durante este gobierno aumenta la represión, las torturas y la violencia.

El grupo clandestino Unión guerrera Blanca da un ultimátum para que la compañía de Jesús abandone El Salvador, y si no lo hacen corren peligro de ser asesinados. Los jesuitas no se van, Mons. Romero apoya esta actitud, afirmando: «quiero destacar el testimonio de santidad, de serenidad, que nos han dado nuestros hermanos los padres jesuitas… Nadie ha huido… Muchas gracias, padres jesuitas…»

El obispo auxiliar de Santa Ana, Marco René Revelo, en el sínodo de obispos en Roma, considera que los catequistas en El Salvador están cayendo en las redes del Partido Comunista. La Santa Sede lo nombra auxiliar de Mons. Romero.

Se critica a Mons. Romero la formación que imparte en el seminario y la reflexión teológica que hace desde la realidad salvadoreña a la luz del evangelio y del magisterio en búsqueda de esclarecer teológicamente la persecución del pueblo y de la Iglesia. Se le critica el dar refugio en el seminario a desplazados campesinos por la violencia.

Por la radio del Arzobispado, Mons. Romero, denuncia la situación de injusticia y violencia que vive el pueblo salvadoreño, la persecución contra la Iglesia y sus miembros. Sus homilías son trasmitidas todos los domingos, y los transmisores son interferidos y dinamitados varias veces con el fin de acallar su voz. Así afirma Mons. Romero: » Si alguna vez nos quitaran la radio, nos suspendieran el periódico, no nos dejasen hablar, nos mataran a todos los sacerdotes y al obispo también, y quedaran ustedes, un pueblo sin sacerdotes, cada uno de ustedes tiene que ser un micrófono de Dios, cada uno de ustedes tiene que ser un mensajero, un profeta».

Sus homilías las prepara a la luz de las escrituras, el Vaticano II, Medellín, la doctrina social de la Iglesia, y la realidad salvadoreña. El cardenal Sebastiano Baggio, Prefecto de la Congregación para los Obispos, las considera, aunque sin errores dogmáticos muy extensas y concretas.

La oposición del gobierno salvadoreño, de algunos obispos, del nuncio, a la pastoral de Mons. Romero, lleva a que el Prefecto de la Congregación para los Obispos busque retirar a Mons. Romero del arzobispado, arguyendo que se había rodeado de sacerdotes poco fiables que lo halagaban y lo exaltaban como profeta, que había decepcionado a quienes respaldaron su nombramiento por su serenidad y prudencia, que había permitido la politización de sus sacerdotes, que había marginado a su obispo auxiliar Marco René Revelo, que había entrado en conflicto con el nuncio, que formaba a sus seminaristas bajo los principios de la teología de la liberación.

En comunicación al Prefecto para la Congregación de Obispos, y su posible retiro del arzobispado, Mons. Romero le dice: «V.E. me comentó la petición de destitución contra mí de parte de mis hermanos obispos y la posibilidad de ella. Y con igual sencillez que en nuestro coloquio, consigno por escrito que, si es para bien de la Iglesia, con el mayor gusto entregaré a otras manos este difícil gobierno del arquidiócesis. Pero mientras lo tenga bajo mi responsabilidad, sólo trataré de agradar al Señor y servir a su Iglesia y a su pueblo de acuerdo con mi conciencia a la luz del Evangelio y del Magisterio.»

Como Arzobispo de San Salvador viaja cuatro veces al Vaticano para clarificar su opción pastoral y su solidaridad con el pueblo salvadoreño. Es recibido en audiencia por Pablo VI en 1978, este encuentro lo consigna en su diario pastoral donde reproduce las palabras dichas por el Papa a su visita: «Comprendo su difícil trabajo. Es un trabajo que puede ser no comprendido, necesita tener mucha paciencia y mucha fortaleza. Ya sé que no todos piensan como usted, es difícil en las circunstancias de su país tener esa unanimidad de pensamiento; sin embargo, proceda con ánimo, con paciencia, con fuerza, con esperanza».

En 1979 se entrevista con el reciente nombrado Papa Juan Pablo II, quién le comenta sobre el informe del visitador de la Santa Sede y la sugerencia de nombrar un administrador apostólico con sede plena para que termine con las deficiencias pastorales y logre la unidad entre los obispos.
En la misma audiencia Mons. Romero le informa al Papa sobre la situación del Salvador. El Papa le insiste que se lleve bien con el gobierno, y el Obispo le replica que la Iglesia no se puede entender con un poder político que persigue y mata al pueblo, afirmando: «Santo Padre, Jesús dice que él no vino a trae la paz sino la espada, el conflicto… Y el santo Padre me hizo un gesto con la mano y me dijo: «no exagere, monseñor»

En 1980 se reúne nuevamente con Juan Pablo II y Mons. Romero comentaba en su diario pastoral lo siguiente: «Me recibió con mucho cariño, me dijo que comprendía perfectamente lo difícil de la situación política de mi patria y que le preocupaba el papel de la Iglesia, que tuviéramos en cuenta no sólo la defensa de la justicia social y el amor a los pobres, sino también lo que podría ser el resultado de un esfuerzo reivindicativo popular de izquierda, que puede dar por resultado también un mal para la Iglesia».

En sus idas a Roma se encuentra con sus amigos el cardenal Eduardo Pironio, Prefecto de la Congregación para los Religiosos, y el entonces General de los jesuitas Pedro Arrupe, quienes, le comentan que su labor como Arzobispo no es comprendida por las autoridades de la Iglesia y le animan a seguir trabajando.

En la Conferencia de Puebla, 1979, recibe muestras de solidaridad con su ministerio, con el pueblo y la Iglesia salvadoreña, y se alegra que la: » Iglesia sea perseguida precisamente por su opción preferencial por los pobres y por tratar de encarnarse en el interés de los pobres… sería triste que en una patria donde se está asesinando horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo… La Iglesia sufre el destino de los pobres: la persecución. Se gloría nuestra Iglesia de haber mezclado su sangre de sacerdotes, de catequistas y de comunidades con las masacres del pueblo y de haber llevado siempre la marca de la persecución… Una Iglesia que no sufre persecución, sino que está disfrutando los privilegios y el apoyo de la tierra, esa Iglesia ¡tenga miedo: No es la verdadera Iglesia de Jesucristo!.» Allí también afirma que la Iglesia no solamente debe ser interpretada como Magisterio: » sino como pueblo; un pueblo que es Iglesia y Cristo, que se ha hecho carne en la Iglesia latinoamericana de los pobres, los oprimidos y los que sufren.» En la misma Puebla se le acusa de irresponsable y de hacer peligrar la Iglesia al enfrentarla con el gobierno.

En octubre de 1979 políticos y militares reformistas dan un golpe de estado contra Carlos Humberto Romero, se organiza una Junta de gobierno a la cual Mons. Romero le exige el cese a la represión y la defensa de los derechos humanos, sectores de izquierda lo acusan de bendecir al nuevo gobierno.

A los pocos meses dicha Junta se desintegra quedando solo en el poder los sectores más recalcitrantes de la sociedad salvadoreña, se inician los ataques verbales contra la acción pastoral de Mons. Romero y las amenazas en contra de su vida.

Ese mismo año, Mons. Romero afirma: » Es divertido, el haber recibido mensajes de las dos extremas: de la extrema derecha porque soy comunista, y de la extrema izquierda porque ya me estoy haciendo de derecha… yo no estoy ni con la derecha ni con la izquierda. Estoy tratando de ser fiel a la palabra que el Señor me manda a predicar.»

En 1978 recibe el doctorado Honoris Causa por la Universidad de Georgetown de los Estados Unidos. En 1979 es nominado por parlamentarios británicos y americanos al premio nobel de la paz. En 1980 la Universidad de Lovaina le concede el doctorado Honoris Causa.

Su residencia esta ubicada en el hospital de la Divina Providencia para enfermos de cáncer, regentado por las misioneras carmelitas de Santa Teresa, conocido con el nombre del hospitalito, allí; » Sin lugar a duda, la capilla era un lugar de diálogo íntimo con Dios; pero era también el lugar en que el testimonio de fe y defensa de los pobres de Romero fue sellado por el martirio.»

En el hospitalito es capellán de dichas religiosas y comparte su vida; pasa largos ratos en oración, prepara sus homilías, organiza sus actividades como arzobispo, dialoga con campesinos, obreros, víctimas de la represión, obispos, sacerdotes, estudiantes, universitarios, políticos, miembros de las fuerzas de seguridad, diplomáticos, representantes de organismos internacionales y miembros de la oligarquía salvadoreña. Allí fue martirizado un 24 de marzo de 1980. «Mons. Romero fue consciente de que peligraba su vida, pero se mantuvo fiel, no sé escondió, no llegó a componendas con nadie, ni disminuyó el volumen de su denuncia, antes, al contrario. Más aún, rechazó la seguridad que le ofrecía el presidente de la República, argumentando que el pastor no quiere seguridad mientras no se la den a su rebaño.»

Su cuerpo como testimonio de martirio permanece en cámara ardiente entre el 24 y el 30 de marzo. El pueblo salvadoreño hace largas filas para despedir a su pastor. El día de su entierro mueren varias personas a causa de la asfixia y los ataques a bala de los sectores ultraderechistas.
En medio de esta situación de violencia en sus honras fúnebres, la mayoría de los obispos y sacerdotes presentes permanecen en la catedral acompañando a los salvadoreños que allí buscan refugio; solo salen deprisa el Arzobispo de México y el delegado papal. Durante este año fueron asesinados unos 10.000 salvadoreños.

La guerra civil continua, las muertes y asesinatos aumentan en el Salvador. En 1981 el FMLN lanza una ofensiva general. Es asesinada la comunidad jesuita de la UCA, entre ellos se encuentra el prestigioso filósofo y teólogo Ignacio Ellacuría.

En su primer viaje a Centroamérica, 1983, Juan Pablo II se detiene inesperadamente en la catedral de San Salvador, entra en ella se arrodilla y ora sobre la tumba del arzobispo Oscar Arnulfo Romero y lo recuerda como: «celoso Pastor a quien el amor de Dios y el servicio a los hermanos condujeron hasta la entrega misma de la vida»

1989 en plena guerra civil y ad portas de tomarse la ciudad de San Salvador, el FMLN y el gobierno de Alfredo Cristiani ,1989-1994, del grupo ARENA, inician un proceso de negociación. En 1992 con asistencia de la ONU, se logra la paz por medio del tratado de Chapultepec.

En 1993 la comisión de la verdad, señala como autor intelectual de la muerte de Mons. Romero, al ex mayor Roberto D. Aubuisson fundador del partido Alianza Republicana Nacionalista, Arena, se declara una amnistía para aquellos que participaron en las masacres del pueblo salvadoreño y el martirio de Mons. Romero.

1998, en la abadía anglicana de Westminster se develan estatuas de los mártires del siglo XX encontrándose la imagen de Mons. Romero. Desde el mismo momento de su muerte el pueblo cristiano salvadoreño aclama como santo a Mons. Romero y el mismo obispo brasileño, Pedro Casaldáliga, afirma: «San Romero de América, pastor y mártir nuestro».

En el mismo año de su muerte se inicia la recopilación de información sobre su vida y obra, en 1995, se introduce la causa de postulación, la congregación para la doctrina de la Fe empieza un proceso de investigación sobre sus escritos y homilías, afirmando, en 2005, que su doctrina es sólida y esta de acuerdo con la ortodoxia de la Iglesia: «Romero era un hombre de la Iglesia, del evangelio y de los pobres». El 3 de febrero de 2015, el papa Francisco aprueba el decreto que reconoce el martirio de Mons. Romero, señalando su paso a la beatificación que se llevó a cabo el 23 de mayo del mismo año.

Se afirma que Mons. Romero fue manipulado y mitificado por sectores de la sociedad salvadoreña que lo utilizaron para sus fines políticos y revolucionarios, sobre ello un testigo ocular de su vida y obra, Jon Sobrino, dice: «Mons. Romero no es mito inflado ni producto de manipulaciones. Tuvo limitaciones… limitaciones menores, muy menores desde un punto de vista espiritual y normales desde el punto de vista de la sicología humana… Mons. Romero fue un salvadoreño, un creyente y un arzobispo excepcional… si alguien manipuló a Mons. Romero, fue la gracia de Dios y el dolor del pueblo.»

Mons. Romero vive hoy en el corazón de quienes protegió, de los pobres, de los cristianos, de la Iglesia salvadoreña, de los que buscan con sinceridad la construcción del reino de Dios.

A estos 36 años del martirio de Mons. Romero, pastor, profeta, mártir, voz de los sin voz, sigue vivo su recuerdo en la Iglesia latinoamericana, y en aquellos que corren todos los riegos entregando su vida en el seguimiento de Jesús de Nazaret, que dice: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará». (Mc. 8, 34-35).

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